Revancha

Fue un cuatro de julio de mil novecientos noventa y cuatro. Lunes. La fecha la recuerdo bien porque el día anterior Hagi la había descocido y Rumania nos dejaba afuera del mundial. Andábamos todos con las caras largas después del “Me cortaron las piernas” del Diego. Dieciséis años teníamos la mayoría de nosotros cuando el pelotudo de Guillermo Toma dijo lo que dijo y el prece Aníbal nos dio vía libre para que hagamos a nuestro antojo. Nunca entendí qué era lo que hacía ese pichón de buitre en compañía nuestra. La Japón hacía rato que había dejado de ser un colegio prestigioso. Había rotos y malandras de todo tipo. Guillermo Toma, sobrino del diputado provincial Miguel Ángel Toma era compañero de curso. Ostentaba todo el tiempo su posición privilegiada. Se sabía protegido por un apellido y nos miraba desde arriba con una soberbia innecesaria. Por eso le habíamos cobrado un rechazo visceral. Y esa tarde que se despachó con lo del Diego a todos nos saltó la bronca e hicimos lo que hicimos. Y el prece Aníbal, ídolo de multitudes y maradoniano hasta la médula, lo despachó al cadalso que le impusimos sin importarle nada lo que pudiese sucederle. Estábamos la mayoría de nosotros en ronda esperando que llegue el profesor de dibujo técnico, al que habíamos apodado Dodó, por el parecido que guardaba con el compañero del inspector Clouseau, cuando escuchamos el comentario de Guillermo. Nosotros hablábamos del Diego, del mundial que nos quitaron y de la que considerábamos una de las mejores selecciones nacionales de todos los tiempos. Redondo, Batistuta, el pájaro Caniggia y Maradona. ¿Qué seleccionado podía contar con semejantes bestias? Hablábamos como si estuviésemos en un pasillo de hospital esperando el diagnóstico de un familiar enfermo. Amansados por el golpe de la eliminación. 
Es cierto que al pibe le habíamos perdido el respeto hacía rato y que de vez en cuando lo ubicábamos con un “Tatequieto”. Un golpe seco en la nuca a mano abierta con la palma de la mano, para que no dijera boludeces. Pero nada como la paliza que recibió ese día. Debía haberse quedado callado. No tendría que haber dicho ni mu cuando nos escuchó lamentarnos. Pero el boludo volaba lejos de nuestras pasiones. Y no por tener otras. Sino porque las menospreciaba. Creía que eran meros pasatiempos inútiles, muy alejados de los suyos, tal vez más sofisticados y puritanos. Por eso dijo lo que dijo. Que era un falopero y que no podía entender cómo podíamos llorar a un villero que jugaba al fútbol. O algo menos punzante pero que significaba más o menos lo mismo. Atrevido y pelotudo Guillermín. El flaco Palos lo atendió con un “Quédijistesalamín” y una mano en el pecho. Todos nos quedamos en posición de ataque. Y el pibe acostumbrado a la defensa que asumían los otros por él cada vez que se mandaba alguna de sus cagadas, levantó la mano buscando al prece Aníbal que venía a decirnos que nos sentemos, que el profesor ya venía. El prece cuando nos vio pronto a desenfundar nuestras manos preguntó qué era lo que pasaba y fuimos muchos los que sin faltar a la verdad dijimos lo que Guillermo Toma había dicho. Él también estaba cansado de la soberbia del borrego. El prece Aníbal hizo silencio y dejó que hablara. Lo miró para darle una última oportunidad y Guillermín la desaprovechó. Repitió lo que a nosotros nos había indigando y el prece Aníbal Cañete, hermano de Juan Carlos Cañete, soldado caído en Malvinas, se nubló. 
Años después, al encontrármelo en un puestito de feria donde vendía libros me confesaría, mostrándome un tatuaje del Diego en el antebrazo derecho, lo que Maradona significó para él y para su familia. Una revancha insignificante que le hacía elevar sus dedos índices al cielo; un cauce abierto por el diez por donde se iban viejos dolores. La mano de Dios y el mejor gol de todos los tiempos, pocos años después de esa absurda guerra, habían sido una liberación medicinal. Esa mañana en la Japón, si había alguien dolido por la expulsión del Diego en el mundial del noventa y cuatro era él. Estaba roto. Por eso hizo lo que hizo a sabiendas que lo echarían del laburo. A sabiendas que el apellido de un diputado iba a pesar más que el de un pibe caído en las islas. Aníbal recordó a su hermano y vio al Diego desparramando ingleses. Todo al mismo tiempo. Escuchó lo que Guillermo Toma dijo, intocable, desde el escenario que él mismo se había fabricado y tomando el picaporte de la puerta de cuarto segunda, la cerró diciéndonos que le diéramos, que él se quedaba en la puerta vigilando. 
                                                                                                                             Cristian Sánchez.

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