Soy funebrero
Cuarenta y dos
años tardé en entenderlo. En un entretiempo de un partido que no implicaba nada
importante para ninguno de los dos equipos. Mi viejo se apoyó en mi hombro, se
levantó y se fue sin decir nada. Antes de mirar el pasto de la cancha lo vi
alejarse. Iba al baño. Iba lento. Luego vi la cancha. Y
fue allí, en esa abstracción momentánea, que entendí que uno no elige. Que las
pasiones sociales están en nuestro ADN y que uno no tiene la posibilidad de
decidir qué sí y qué no. Con el tango me pasó lo mismo que con el fútbol pero
mucho tiempo antes. En mi temprana adolescencia llegué a odiar al tango
injustamente. Hoy no existe en mi consideración género musical que represente
el espíritu del hombre del río de la plata de mejor manera. Mi viejo toda su
vida amó el tango de Discépolo, de Troilo, de Goyeneche, de Edmundo Rivero, de
Julio Sosa, de Gardel... ese amor que él profesa es el mismo que hoy defiendo.
Siempre estuvo en mí, solamente que en mi adolescencia todavía no lo sabía. A
diferencia de las pasiones deportivas, comprendí con el tiempo, que las
pasiones musicales necesitan madurar en el espíritu. Necesitan atravesar un aprendizaje
y uno llega a su propia cima musical luego de una decantación superadora. Esto
en el fútbol no sucede. El fútbol es una suma de ritos iniciado por el padre. Una suerte de religiosidad inquebrantable.
Con el fútbol,
decía, me pasó lo mismo que con el tango. Aunque tardé mucho tiempo más en
descubrirlo. Uno no puede elegir de qué equipo va a ser hincha. En el terreno
de las pasiones nosotros no tenemos ninguna posibilidad de elección. Es mentira
que uno puede elegir. El padre futbolero, pero el padre futbolero de veras, ese
que arma la semana necesitando saber a qué hora juega el equipo de sus amores
para evitar salidas inoportunas u “oportunas” visitas no deseadas, lleva en su
sangre una especie de código pasional que traspasará al hijo. El padre
futbolero, el que siente repercutir en su espíritu el resultado de su equipo
durante la semana laboral, carga consigo un amor incondicional por el equipo de
sus amores y lo trasmitirá a su hijo quiérase o no. Está en su sangre y estará
en la de su hijo aunque este se niegue a aceptarlo y prefiera entretenerse en
otros menesteres en el futuro. El padre futbolero transmite esta pasión como
trasmite el color de ojos o el pie plano. Es así aunque cueste creerlo.
Cuarenta y dos
años demoré en darme cuenta que no soy hincha de independiente. No. Yo que me
recuerdo vagamente, llorando tras un sillón ante una derrota inesperada para
que no me vieran cuando aún no había cumplido ocho años, yo que grité hasta la
euforia el penal de Tuzzio o el de Barco que afianzaron cada uno en su momento
la condición de rey de copas del rojo, yo que pedí por favor a los míos que me
dejaran solo la tarde que descendimos para cumplir con mi duelo doloroso pero
necesario. Yo no soy hincha del rojo. Soy funebrero. Lo entendí esa tarde
cuando mi viejo se apoyó en mí para ponerse de pie e ir al baño. Cuando lo vi
alejarse entendí la ironía del tiempo. Su tiranía irremediable, sus pliegues
ciegos. Ese tipo que iba al baño mascando chicle se había subido a una escalera
con once años por primera vez, luego que mi abuelo lo sacara del colegio en
cuarto grado porque no estudiaba, porque se rateaba para ir a jugar a la
pelota. Y lo puso a trabajar en una obra en construcción para que aprendiera un
oficio. Mi viejo había subido a una escalera por primera vez a los once años y
con casi ochenta todavía no se resignaba a bajar. Ese tipo que me habla siempre
de Recúpero, de Neumann, de Marquitos, de García Cambón… ese tipo que me habla
de sus héroes del sesenta y nueve, me cuenta que yo me hice del rojo a principios
de los ochenta cuando el rojo ganaba cuanta copa jugara, que mi abuela me había
hecho del rojo.
Todo aquel que me conoce pensará que enloquecí, que la
docencia está empezando a roer mi sensatez, que empiezo a desvariar. Sepan que
no. Caí en una verdad insoslayable tan solo. Amo a Independiente. En estas cuestiones
no entran en juego las traiciones. Seguiré viendo al rojo e incluso iré a la
cancha, como lo he hecho en muchas oportunidades. Eso no cambiará. Pero yo soy
hincha de chacharita.
Desde que tengo memoria en mi vida hubo dos tipos de
sábados. Los que compartía con mis amigos en la canchita que quedaba a la
vuelta de mi casa y los que comparto aun con mi viejo cuando vamos a la cancha
a ver a chaca. Cuando mi viejo tenía todavía el Dodge mil quinientos, después
de los ravioles de la vieja, nos íbamos a la cancha y nos sentábamos en el
mismo lugar que ahora, en aquel entonces sobre escalones de madera, en la
popular. Ese sábado que mi viejo se
apoyó en mí para ponerse de pie, me di cuenta que caminaba con lentitud, me di
cuenta que mi viejo estaba viejo, más en consonancia con su edad. Mi viejo iba
a cumplir ochenta años. Y por primera vez pensé seriamente qué iba a pasar
cuando él no estuviese más, qué iba a ser de mí sin su presencia, qué iba a
pasar con mis sábados de cancha, con mis rituales futboleros… y fue cuando pude
abstraerme y mirar el verde césped que
entendí que inevitablemente iba a seguir yendo a San Martín, que iba sentarme
en el mismo lugar de siempre para ver al equipo de los amores de mi viejo, que
el equipo de los amores de mi viejo no era otro más que el mío. Lo acababa de
descubrir. Sonreí. Bajo un sol tibio de otoño sonreí entendiendo. Tal vez por
eso esa tarde grité por el tricolor más que en otras ocasiones. Esa tarde
entendí que no soy hincha de independiente, que soy hincha de chacharita, que
existe un precepto no escrito que manda mantener vivo el recuerdo, que los
ritos son necesarios y que nada ni nadie puede quebrantarlos. Si alguna vez mi
viejo tiene oportunidad de leer este bosquejo de cuento sabrá de una manera
misteriosa que las pasiones se heredan y como mandan los versos certeros de alguna
zamba eterna, sabrá que la extensión de la sangre repudia el olvido y
acrecienta el nostálgico grito que mantendrá viva la pasión de los hombres “no
me puede el olvido vencer, hoy como ayer, siempre llegar, en el hijo se puede
volver… nuevo”
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