Los restos mortales



 Rígido. Envuelto en una manta y sujeto por unas cuerdas. Me han atado y me han dejado sobre este carro. Un sol mortuorio da sus últimos bostezos leoninos antes de extinguirse en la lejanía. Nos entibia tristemente. El barquero tiene un sombrero y una capa negra como la noche. A unos metros mío sacude con violencia su látigo sobre el lomo de las cuatro bestias que alocadas corren por el último de los senderos. Nos dirigimos a Fort Morgan. A la morada final. Yo mismo se lo escuché decir a uno de los dos sicarios que aquí abajo nos conducen a destino. El carro se bambolea. Por momentos mi cuerpo da pequeños saltos pero no hay forma de caerme. Han tomado suficientes precauciones para que ello no suceda.
 No estoy solo en este viaje. Desde aquí los escucho. Un francés, una dama religiosa y un cazador me acompañan. Yo estoy acá arriba porque sé. Ellos aún no, por eso se acomodan sus prendas y preguntan. Manso me entregué sin pensar aunque hasta hace un tiempo me haya empeñado en luchar como si tal cosa sirviera de algo… se hacen llamar caza recompensas. Por momentos hablan de mí. Pronuncian mi nombre como si fuese una insignificancia. Dicen “el señor Thorpe” soltando las consonantes, como si no quisiesen decirlo, sin enfatizar ni acentuar vocales. Como si fuese algo viejo e insulso que pronto quedará en el olvido de los hombres. Dicen que hace tiempo me buscaban y que finalmente dieron conmigo. No intentan ser ofensivos. Juegan con la ironía simplemente aunque es fácil – pienso – ser irónico en la victoria.
 Me ataron mis pies. Sujetaron mis brazos a mi cuerpo y me envolvieron en una tela mugrienta. Soy un peso muerto en el techo de un carro. Desde aquí los escucho como en un sueño de cristales rotos. El cazador, el francés y la dama religiosa. Discuten. El cazador dice algo acerca de los hombres y sus semejanzas. Su voz me resulta huraña, de montaña. Dice que no hay diferencias. Que todos los hombres son iguales. Su experiencia de cazador lo lleva a proferir una analogía inaceptable para el resto. Afirma lo más orondo que todos los hombres son hurones. La mujer parece encresparse cuando lo escucha. Su voz la denota insobornable. Dice que no. Ella que ha sido por muchos años esposa de un catedrático entiende las palabras del cazador como un absurdo. Tajante la escucho decir que lo que acaba de sentenciar el cazador es una tontería, que los hombres no son hurones. Ella, con aires de superioridad, divide la raza en íntegros y pecadores. Lo dice segura como si fuese una verdad irrefutable. Así lo escucho mientras el carro se agita y la oscuridad nos va envolviendo, plegando sus vértices a cada instante sobre nuestras cabezas. Ríe el francés. Parece no tomarlos en serio. Para él la división es mucho menos compleja que la que propone la dama religiosa. Para él están aquellos que tienen suerte y los que no. Por momentos parece querer enfadar a la mujer. Hay cierta soberbia en la musicalidad de sus palabras.
 Los sicarios también ríen. Sé que se divierten por eso los dejan decir hasta que el contador de historias pregunta por el marido y ella responde que han estado distanciados tres años. Me los imagino sonriendo de manera cómplice entre ellos, sabedores de lo que aún el resto desconoce. La dama religiosa dice que estos tres años ha estado conviviendo con su hija y su yerno y que ahora felizmente está yendo a su encuentro en Fort Morgan. El francés ríe otra vez. Su acento me distrae. Es como una música dulce que fluye. El francés le dice que los padres no deben depender de sus hijos. Que su hija y su yerno la habrán aceptado a regañadientes. Que en realidad no habrán tomado a bien la noticia de la convivencia. Escucho a la dama religiosa encolerizarse una vez más. Le contesta que un jugador de cartas como él no la va a hacer pensar mal de su familia. “Podemos conocer al otro en cierta medida pero conocerlo por completo es imposible” dice el francés que parece entender la vida con la misma lógica que un jugador de póker. Le pregunta a la dama religiosa qué le asegura que después de tres años, su marido sentirá el mismo amor por ella. Ella le contesta que las personas decentes siempre conservan su amor y son fieles al prójimo y a sí mismos. El francés ríe una vez más. Ahora vehementemente. La dama suspira ofendida en su orgullo. Lo escucho decir al francés que tal vez nunca la haya amado y hasta incluso que tal vez tenga otros amores. Que el espíritu humano es inabarcable, que no hay forma de conocer a una persona completamente. La dama religiosa se enfurece y comienza a golpearlo. Lo increpa y lo llama depravado. Puedo imaginármelos forcejeando en el estrecho coche hasta que la mujer grita y el cazador pide ayuda. Parece que a la dama le ha dado un ataque o algo por el estilo porque el francés le pide a los sicarios, al que cuenta historias y al otro, que detengan el coche. Pero ellos le dicen que eso es imposible. No pueden parar. No hay ninguna posibilidad que el barquero detenga el carro. Hay que seguir. Siento al francés, la musicalidad de sus palabras cercanas a mi oído. Parece haberse asomado por una de las ventanas. Pide al barquero que detenga la marcha pero este no lo escucha. A nadie escucha. Solo va.
 Es noche cerrada. A los costados del camino se erigen, como en una pesadilla, árboles raquíticos que como esqueletos inmóviles parecen señalar con sus dedos finos el lugar donde finalizará nuestro viaje. Parece que la dama se ha recuperado. Por un momento hay un silencio blando como un colchón de hojas secas hasta que uno de los sicarios, no el contador de historias sino el otro, el que se hace llamar Clarence y tiene las manos como mandobles, empieza a cantar. Su voz. La siento ondular el aire con un zigzagueo de serpiente. Lenta e hipnótica se mete por los poros inmovilizándolos. “Tengo el cuerpo herido” canta “y tristemente trastornado y todo por una joven, el deleite de mi corazón” La canción habla del amor pero también de la muerte y del dolor, de lo irremediable de la vida. “Pero ahora estoy destrozado en lo más alto de mi apogeo. Tengo seis damas bonitas para llevar mi ataúd, seis damas bonitas para llevar mi paño mortuorio. Dale a cada una ramilletes de rosas mientras no me huelan mientras por el camino van” Todos callan y la canción concluye pero nadie habla. Hasta que el contador de historias emocionado se suena la nariz y todos parecen volver en sí.
 El cielo es de un azul perlado. Un espejismo de aguas negras y brillantes. El cazador pregunta por mí y el contador de historias dice que era un hombre muy solicitado (¡vaya lucha les he dado!) y que cuando finalmente dieron conmigo fue la historia del llamador de medianoche la que me abstrajo y me hizo caer. Que así pudieron perderme. Los recuerdo aunque el hombre de las manos grandes, el que se hace llamar Clarence,  haya aparecido después. Recuerdo la historia. La recuerdo claramente. El contador de historias se me presentó una noche cualquiera en una fonda de mala muerte. Me invitó un trago y no supe decir que no. Hicimos buenas nuevas. Tenía el don de la palabra y una flor amarilla en el ojal de su saco. Me sentí muy a gusto y cuando quise irme decidió acompañarme. Mientras caminábamos bajo un cielo encapotado de nubes grises me preguntó si conocía la historia del llamador de medianoche. Le pregunté a qué historia se refería “TOC – TOC – TOC” dijo por toda contestación como si hiciera sonar una puerta con su puño cerrado en el aire vacío “Hay alguien afuera. Están golpeando. No abras madre ¿Qué criatura viviente podría estar afuera con esta tormenta?” siguió tensando palabra a palabra el momento hasta que sentí el golpe por mi espalda. El llamador de medianoche. ¡Je! Él y Clarence, su secuaz de manos grandes. Los que me ataron y me dejaron aquí arriba junto al barquero de capa negra. El mismo que aquí, justo debajo mío, escucho hablar. El mismo que ahora dice que le apasiona ver los ojos de los viajeros cuando comprenden. Cuando entienden que todo el trayecto es un pasaje. Escucho al francés preguntar si entendió bien “¿un pasaje?”. El sicario de las historias dice que sí. El pasaje de un lugar a otro y vuelve a decir que le encanta ver a sus pasajeros tratando de entender “El pasaje” repite “comprenderlo todo”.


 El coche se detiene violentamente. Mi cuerpo rebota contra el pescante. Fort Morgan. Una neblina espesa nos cubre casi por completo. Hemos llegado. La puerta del coche se abre y el contador de historias y su secuaz descienden. Los siento. Me toman con sus manos y me cargan. Mi cuerpo se bambolea una vez más y cae al piso. Escucho como el contador de historias le recrimina su torpeza a su secuaz de manos grandes. Clarence me pide disculpas “Perdón señor Thorpe” dice y vuelve a cargarme. Hemos llegado a destino. Siento una puerta que se abre y luego se cierra tras nosotros. Pero no escucho a mis compañeros. Deben estar dándose un tiempo para comprender. A todos nos cuesta asimilar la idea al principio. Pero como la fruta madura, tarde o temprano, se desprende y cae.



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