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La lengua de Ligeia

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Le resultó raro ver la luz de su habitación encendida y la puerta abierta, pero creyó tal vez que sus padres habían entrado mientras dormía y la habían dejado así. Luciana estaba sentada al borde de su cama. No recordaba haberse despertado ni mucho menos haberse incorporado, adoptar esa posición que ahora asumía dando golpecitos con las palmas de sus manos en sus rodillas para darse impulso. Se puso de pie y observó la hora en el reloj que ella misma había colgado sobre el respaldo de su cama. Las nueve y media de la mañana. Ella no se levantaba nunca después de las siete. Era extraño. Sin embargo, aquella era una extrañeza sin fronteras, incapaz de conducirla a ningún lado. Una sensación que a cada paso perdía peso, que se extinguía con cada movimiento. Cuando abrió la puerta del baño con la intención de asearse ya había dejado atrás sus estigmas silenciosos. Estaba sola. El silencio, entre las paredes de su casa a esa hora de la mañana, era una muestra cabal de la ausencia de los suy

Revancha

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Fue un cuatro de julio de mil novecientos noventa y cuatro. Lunes. La fecha la recuerdo bien porque el día anterior Hagi la había descocido y Rumania nos dejaba afuera del mundial. Andábamos todos con las caras largas después del “Me cortaron las piernas” del Diego. Dieciséis años teníamos la mayoría de nosotros cuando el pelotudo de Guillermo Toma dijo lo que dijo y el prece Aníbal nos dio vía libre para que hagamos a nuestro antojo. Nunca entendí qué era lo que hacía ese pichón de buitre en compañía nuestra. La Japón hacía rato que había dejado de ser un colegio prestigioso. Había rotos y malandras de todo tipo. Guillermo Toma, sobrino del diputado provincial Miguel Ángel Toma era compañero de curso. Ostentaba todo el tiempo su posición privilegiada. Se sabía protegido por un apellido y nos miraba desde arriba con una soberbia innecesaria. Por eso le habíamos cobrado un rechazo visceral. Y esa tarde que se despachó con lo del Diego a todos nos saltó la bronca e hicimos lo que hicimos

Idólatras de la lejanía

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La pandemia ha llegado para resaltar y exponer nuestras limitaciones como sociedad. Lejos de poder subsanar nuestra condición autodeterminante y solitaria, nos hemos convertido en espectadores de nuestro propio infortunio, sin posibilidades ciertas de poder remediar nuestra inconsistencia. Abandonado el afecto, hemos permitido que el tiempo mute, convirtiendo el espacio en algo inconsistente donde los hombres y mujeres conforman relaciones vacías, ligeras de responsabilidades. Frente a esta realidad tan permeable, el murciélago chino pudo alcanzar la eficacia conceptual que cualquier ensayista hubiese deseado para su postulación ideológica: la popularidad o la masificación de una idea. Hoy todos sabemos gracias al bicho asiático, que la nostalgia es algo que ha desaparecido hace tiempo, cuando el hombre renunció a la compañía en pos de la conveniencia. Hace unos días revisaba algunas fotos que tengo guardadas en el fondo de uno de los cajones del modular. Son fotos viejas a las que vue

El visitante

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Las razones que encontrarán en los acontecimientos que forjaron el inevitable final no darán luz ni acarrearán verdades. Inconmovibles, los especialistas que hasta hoy me atendieron, sabrán disolver con ellas, cualquier peso que pueda provocarles mi acción premeditada. No sé por qué artilugios comenzó todo aquello aunque lo intuyo. En forma progresiva y caótica se fue haciendo carne de mi cuerpo hasta dislocarme la razón. Dejándome sin aliento frente a ese otro que cara a cara imponía sus condiciones. A la distancia, no puede provocar más que risa, la idea que a boca de jarro mis dibujos despertaban en mi terapeuta y que sostenía una serie de deseos reprimidos como la principal causa de mi desajuste emocional. Ese otro que me acompañaba en las madrugadas de mis noches rompiendo la normalidad de las horas, haciéndose presente entre las paredes de mi habitación, venía a afirmar y a traer luz acerca de mi carácter introvertido y antisocial. Nada de todo aquello, allá atrás en los primeros

Alaska

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Las gaitas suenan. Butch le dice a Phillipe que vaya al auto o se quede, que él ya tiene edad como para tomar decisiones. La señora Lottie y el pequeño Claveland comienzan a rezar y Butch les encinta la boca para no escucharlos. Mack golpeó dos veces a Cleveland. No quiere que se acerque al ladrón y al niño fantasma. Sus golpes han sido duros por eso Butch se ha detenido. Algo se debate en él. Algo que tiene que ver con su pasado pero también con sus convicciones. Por eso vuelve sobre sus pasos y por primera vez saca su arma. Golpea a Mack en la cara. Lo empuja. Lo toma por su cuello con una mano mientras que con la otra apunta a su cabeza. Le pregunta si se cree muy valiente pegándole a un niño. Butch parece haber tomado una decisión. Le pide a Phillipe que vaya a buscar la cuerda al auto. El pequeño Gasparín con lágrimas en los ojos está a segundos de herir a Butch gravemente. Lo quiere. Se ha convertido en un padre para él. Le ha concedido los deseos que una educación familiar muy

Las bestias

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 Facundo tiene cuarenta y dos años. Como cada mañana, camina las calles de siempre hasta la estación de su Pablo Nogués. Cuando tenga la posibilidad de leer todo esto en un futuro aceptará gustoso ese posesivo que lo incluye. Ha caminado como nadie esas calles. En otros tiempos en donde “la calle” era el punto en común donde los chicos se reunían hasta que el sol se iba o el hambre apremiaba. Facundo espera el tren, apoyado contra los barrotes amarillos que se extienden a lo largo del andén. En cuestión de minutos estará dando clases en el colegio en el que hace años trabaja, en Grand Bourg. Y ya dejará de flotar en las aguas mansas de sus recuerdos. Sonríe. La figura le abre un gajo de dientes sobre su rostro, tapado por una barba espesa que él se ha encargado de dejar crecer y que ha aprendido a tapar con la palma de su mano en presencia de extraños cada vez que ríe. “Dar clases es como crear a un personaje” piensa, mientras superpone una imagen sobre otra. El salón durante un par

Un monstruo vino a verme

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“Metete adentro” le dijo Ricardo mientras los dos tipos de campera negra y pelo largo quedaban atónitos, boquiabiertos como dos peces agonizantes en tierra. Su papá lo había agarrado del cuello del chaleco y lo había metido dentro del auto. El mismo cuello que ahora miraba arrugado por el apretón de sus dedos mientras conducía por general Paz y Federico terminaba de entender qué parte de su recóndito y monstruoso espíritu le habían obligado a ver de frente antes de tiempo. Federico trataba de cubrir los huecos que se habían abierto en el terreno árido de su pasado reciente ¿Qué fibra se había movido en el abismo de sus profundidades? Dejaba reposar sus ojos en esa continuidad de grises y verdes que se sucedían del otro lado de la ventanilla mientras sentía arder su pecho, mientras una quemazón en el inicio de la nariz lo obligaba a contener lágrimas de impotencia. El enojo le provocaba una agitación algo violenta en la respiración, un tembladeral interior, un terremoto que agrietab