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Mostrando entradas de 2019

Esa mujer

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Deberé decir, para ser justo, que la historia que comenzaré a contar no es mía. Me hubiese gustado pero no. Llegó a mis oídos a través de Martín, un amigo que tuvo la oportunidad de recorrer hace tiempo, parte del norte argentino. Para acercarme a ella y para tratar de resguardarla del olvido, he decidido  contarla como si me perteneciese, y así poder entender sus pormenores. Es difícil despegarse de la abrupta vehemencia con la que transitan nuestras horas. El apuro en el que inexplicablemente vivimos nos hace menos lúcidos. Por eso, siempre que las circunstancias lo permiten, huimos de la vorágine insalubre, de la vertiginosa rapidez con la que transitan nuestros días. Y a la lejanía donde voluntariamente nos recluimos llevamos toda nuestra imperfección mundana. Sin saber que nos pertenece la cargamos a cuesta hasta que nos encontramos con el virtuosismo de algún alma, que en la humilde sencillez con la que construye sus horas, “todo” lo tiene. Junto a Verónica, mi pareja, fui

El juego de la copa

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-           Lore… ¿vos no me dijiste que las chicas volvían el domingo?   Estela se lo tuvo que preguntar dos veces porque Lorena estaba con los auriculares. -           Que si las chicas no volvían el domingo. -           Sí… el domingo vuelven. -           Qué raro porque la vi a Daniela en la vereda de su casa con su mamá. -           No puede ser…   Eso era lo que dijo Lorena, que no podía ser pero sin embargo ahí estaba su mamá confirmándole que Daniela estaba en la vereda de su casa. -           La salude y todo…   Lorena se volvió a poner los auriculares. Se calzó las zapatillas y le dijo a su mamá que volvía en un rato. Que iba hasta lo de Daniela para ver qué pasaba. Las chicas se habían ido a Miramar el viernes a la noche y debían volver el domingo para retomar las clases el primer lunes después de las vacaciones de invierno. Lorena no había podido ir. El negocio de su mamá demandaba su presencia y la mala situación económica y algunas deudas la ha

Soy funebrero

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  Cuarenta y dos años tardé en entenderlo. En un entretiempo de un partido que no implicaba nada importante para ninguno de los dos equipos. Mi viejo se apoyó en mi hombro, se levantó y se fue sin decir nada. Antes de mirar el pasto de la cancha lo vi alejarse. Iba al baño. Iba lento. Luego vi la cancha. Y fue allí, en esa abstracción momentánea, que entendí que uno no elige. Que las pasiones sociales están en nuestro ADN y que uno no tiene la posibilidad de decidir qué sí y qué no. Con el tango me pasó lo mismo que con el fútbol pero mucho tiempo antes. En mi temprana adolescencia llegué a odiar al tango injustamente. Hoy no existe en mi consideración género musical que represente el espíritu del hombre del río de la plata de mejor manera. Mi viejo toda su vida amó el tango de Discépolo, de Troilo, de Goyeneche, de Edmundo Rivero, de Julio Sosa, de Gardel... ese amor que él profesa es el mismo que hoy defiendo. Siempre estuvo en mí, solamente que en mi adolescencia todavía no lo sab

Los días maradoneanos

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    Ha vuelto. Es un atisbo de lo que en otro tiempo fue. Las “e” alargadas deforman su discurso. Lo vuelven ininteligible. Apenas si puede caminar. Las rodillas rotas. El verborrágico dios humano que la diosa azteca dio vida un veintidós de julio levanta las manos. Una multitud corea su nombre. Una bandera enorme lleva su imagen. Está colgada en una de las populares del Kempes. Fuegos artificiales iluminan la noche. Diego Armando Maradona está de regreso. Encumbrado en un olimpo populista donde los dioses son de barro y no son ejemplo de nada. Veintidós años después está de vuelta, ahora como director técnico de un modesto equipo de primera división del fútbol argentino. Gimnasia y esgrima de la plata.   El amor que muchos le profesan parece no fundamentarse con sus actos, tan desmedidos en ocasiones; con sus exabruptos, tan a la orden del día. El Diegote. Esa caricatura de aquel otro Maradona que deslumbraba con sus amagues y su picaresca futbolera para derrotar al más f

La niña pez

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  Álvarez era su apellido. Se sentaba sola en el medio de la fila y le decían la loquita. Sus enormes ojos eran dos protuberancias negras que sobresalían justo por encima de su insignificante nariz. Los niños le decían la niña pez y lo repetían hasta el cansancio. La loquita. Caminaba murmurando no sé qué cosa y se movía levemente hacia los costados. Recuerdo haberla evitado en más de una oportunidad. A veces el azar me guiaba hasta su nombre pero prefería evadir su mirada oceánica. Prefería no indagar en su espíritu, no sabía con qué podía encontrarme, le tenía cierto temor, así que cuando algún compañero ocasional se sentaba cerca y por señas me daba a entender que Álvarez hablaba sola yo les decía por lo bajo que la dejen, que estaba bien, que no pasaba nada mientras trataba de abolir cualquier intento de gracia, cualquier comentario hiriente “Trabajamos…” decía cortando todo avance “¡Vamos! ¡Vamos!”   En ella había algo más que locura juvenil, había un vestigio de súplica, un

La revelación

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                                                                            “En el principio era el verbo..."                                                                                                                           San Juan Bautista.     Unos días antes de decidirme por Capilla del monte, escribí una reflexión acerca de los libros y el camino que toman hasta llegar a uno y expliqué lo que consideré en su momento, una situación anecdótica para nada llamativa. Un vendedor al que decidí llamar Juan (nunca supe su nombre pero tenía cara de Juan) se había acercado mientras andaba en la búsqueda de alguna novela de Federico Jeanmaire. Él acomodaba algunos libros cerca mío. Fue él quien puso en mis manos, luego de cruzar algunas opiniones literarias, el libro de Luciano Lamberti. Pocas veces me ha ocurrido leer una novela de un tirón. Con “la maestra rural” de Lamberti me pasó. Lo atribuí a la intriga y a la capacidad narrativa del autor. Ahora soy capaz de unir