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Mostrando entradas de 2020

Alaska

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Las gaitas suenan. Butch le dice a Phillipe que vaya al auto o se quede, que él ya tiene edad como para tomar decisiones. La señora Lottie y el pequeño Claveland comienzan a rezar y Butch les encinta la boca para no escucharlos. Mack golpeó dos veces a Cleveland. No quiere que se acerque al ladrón y al niño fantasma. Sus golpes han sido duros por eso Butch se ha detenido. Algo se debate en él. Algo que tiene que ver con su pasado pero también con sus convicciones. Por eso vuelve sobre sus pasos y por primera vez saca su arma. Golpea a Mack en la cara. Lo empuja. Lo toma por su cuello con una mano mientras que con la otra apunta a su cabeza. Le pregunta si se cree muy valiente pegándole a un niño. Butch parece haber tomado una decisión. Le pide a Phillipe que vaya a buscar la cuerda al auto. El pequeño Gasparín con lágrimas en los ojos está a segundos de herir a Butch gravemente. Lo quiere. Se ha convertido en un padre para él. Le ha concedido los deseos que una educación familiar muy

Las bestias

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 Facundo tiene cuarenta y dos años. Como cada mañana, camina las calles de siempre hasta la estación de su Pablo Nogués. Cuando tenga la posibilidad de leer todo esto en un futuro aceptará gustoso ese posesivo que lo incluye. Ha caminado como nadie esas calles. En otros tiempos en donde “la calle” era el punto en común donde los chicos se reunían hasta que el sol se iba o el hambre apremiaba. Facundo espera el tren, apoyado contra los barrotes amarillos que se extienden a lo largo del andén. En cuestión de minutos estará dando clases en el colegio en el que hace años trabaja, en Grand Bourg. Y ya dejará de flotar en las aguas mansas de sus recuerdos. Sonríe. La figura le abre un gajo de dientes sobre su rostro, tapado por una barba espesa que él se ha encargado de dejar crecer y que ha aprendido a tapar con la palma de su mano en presencia de extraños cada vez que ríe. “Dar clases es como crear a un personaje” piensa, mientras superpone una imagen sobre otra. El salón durante un par

Un monstruo vino a verme

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“Metete adentro” le dijo Ricardo mientras los dos tipos de campera negra y pelo largo quedaban atónitos, boquiabiertos como dos peces agonizantes en tierra. Su papá lo había agarrado del cuello del chaleco y lo había metido dentro del auto. El mismo cuello que ahora miraba arrugado por el apretón de sus dedos mientras conducía por general Paz y Federico terminaba de entender qué parte de su recóndito y monstruoso espíritu le habían obligado a ver de frente antes de tiempo. Federico trataba de cubrir los huecos que se habían abierto en el terreno árido de su pasado reciente ¿Qué fibra se había movido en el abismo de sus profundidades? Dejaba reposar sus ojos en esa continuidad de grises y verdes que se sucedían del otro lado de la ventanilla mientras sentía arder su pecho, mientras una quemazón en el inicio de la nariz lo obligaba a contener lágrimas de impotencia. El enojo le provocaba una agitación algo violenta en la respiración, un tembladeral interior, un terremoto que agrietab

Las flores del flaco. Diario de una pandemia.

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Nunca he tenido grandes respuestas respecto a casi nada y las que pude dar fueron ejemplos de otras que me marcaron de chico. Sin embargo hay una necesidad imperiosa de poner en palabras  algo de todo este vértigo virtual que nos asedia con obligaciones laborales a distancia y algo de toda esta reclusión obligatoria que nos ata y que nos limita por nuestro lado social más vulnerable. El de los afectos. Hace unos días leía una nota en la que Mariana Enríquez hablaba de la falta de respuesta frente a una realidad en la que las certezas parecen no abundar. La autora de “los peligros de fumar en la cama” rotulaba con la palabra “ansiedad” una desilusión insoluble, durante y constante en este impredecible tiempo. Hay una pesadez desconcertante que pareciera mantenernos alerta. Las palabras de Mariana Enríquez me hacen pensar en el argumento de alguna serie exitosa. El enemigo invisible que busca un cuerpo donde instalarse. Caos social. Emergencia sanitaria. Comparto la ansiedad y el des

Los restos mortales

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 Rígido. Envuelto en una manta y sujeto por unas cuerdas. Me han atado y me han dejado sobre este carro. Un sol mortuorio da sus últimos bostezos leoninos antes de extinguirse en la lejanía. Nos entibia tristemente. El barquero tiene un sombrero y una capa negra como la noche. A unos metros mío sacude con violencia su látigo sobre el lomo de las cuatro bestias que alocadas corren por el último de los senderos. Nos dirigimos a Fort Morgan. A la morada final. Yo mismo se lo escuché decir a uno de los dos sicarios que aquí abajo nos conducen a destino. El carro se bambolea. Por momentos mi cuerpo da pequeños saltos pero no hay forma de caerme. Han tomado suficientes precauciones para que ello no suceda.  No estoy solo en este viaje. Desde aquí los escucho. Un francés, una dama religiosa y un cazador me acompañan. Yo estoy acá arriba porque sé. Ellos aún no, por eso se acomodan sus prendas y preguntan. Manso me entregué sin pensar aunque hasta hace un tiempo me haya empeñado en l

Devoción

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La señora junto a su hijo, ambos llegaron acelerando el paso hasta la puerta del colegio. La portera, un preceptor y dieciocho escalones la separaron por algunos minutos de la presencia del director. Indignada, la mujer deshizo la bufanda que llevaba al cuello y la cartera que colgaba de su hombro. El hombre le preguntó qué la llevaba hasta la dirección del nivel secundario. El chico se había sentado junto a su madre, frente al escritorio del director y juntaba sus manos sobre sus rodillas, sus ojos atados al piso. La pregunta tenía razón de ser ya que la mujer no tenía hijos en el nivel secundario. El chico, su hijo que permanecía a su lado angustiado, cursaba el sexto grado en el mismo establecimiento. El director pensó en alguna disputa, en algún enfrentamiento entre niños de distintos niveles. No sería la primera vez que una madre justiciera se acercase al colegio para hacer saber que a su hijo lo habían golpeado o maltratado. El director estaba acostumbrado a estos casos y con el

El cuento de la abuela Mari

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Crecí con los estereotipos que el cine de terror impondría para siempre en los ochenta. Los hijos de Linda Blair y el exorcista marcarían mi niñez: Jason, Freddy Krueger y los muertos que regresaban como zombis. Ese terror impuesto desde un VHS en la clandestinidad de mis noches cuando ya todos dormían me llenaría de pánico pero, al mismo tiempo, me quitaría perspectiva. Parecía quedarme lejos, a mis doce años, el terror al que mucho tiempo después le temería seriamente. Ese que no necesita de la inventiva de nadie para existir. Sin embargo, en aquel entonces, no había otras historias que despertasen mayor interés en mí. No a los doce años. Por eso cuando todos se juntaron en ronda debajo del parral del fondo mucho después del almuerzo, no me interesé y me perdí entre los árboles del fondo de la casa de mi abuela ¿Qué historia tan interesante podía estar contando la abuela Mari? Pensé ingenuamente en alguna anécdota de barrio o en algún chisme de la vecina o del vecino de enfrente.

Viaje de placer

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  Si hubiese podido contar esta historia hubiese empezado por la cuesta del ternero y el mirador de San Francisco de Asís aunque la tragedia se produjera después, a mitad del cañón, cuando se rompió la correa. A decir verdad nunca supe de qué correa estaban hablando. Néstor, el chofer, le dijo a María Emilia, nuestra coordinadora, que el problema estaba en la correa y ella lo repitió para que todos nosotros estuviésemos al tanto de lo que estaba pasando. Lo cierto fue que después de cinco horas en el micro, empezamos a sentir entumecido el cuerpo y con la falta de ventilación y una temperatura cercana a los cuarenta grados, el ambiente empezó a caldearse. Quedaban algo más de tres horas de viaje y según Néstor, era volver en esas condiciones o arriesgarnos a que el micro se detuviera quedándonos varados en el medio de la nada. En un principio nadie dijo nada. Sabíamos que el mal podía ser mayor, así que folletos en mano, comenzamos la mayoría, a ventilarnos para sobrevivir a la incon