Siete y cinco


 Que la literatura hace mella en las almas sensibles él ya lo sabía desde que por sus manos había pasado por primera vez una novela de Dostoievsky aunque aquella vez lo pudo hacer carne de su carne. Tal vez hubiese preferido no descubrirlo pero las cosas a veces las hila una mano tendenciosa y muy poco original que hace que en las historias tengamos un rol poco protagónico allí donde el destino se empeña en mostrarnos nuestra insignificancia. Facundo era docente de literatura en una escuela secundaria. Trabajaba desde hacía veinte años en la docencia y pese a su lucha por impedir las repeticiones temporales y costumbristas con las cuales no quería emparentarse no había podido evitar la rutina diaria de cada jornada. Facundo se levantaba a las seis de la mañana y desayunaba una veintena de mates dulces. Salía de su casa a las siete de la mañana todos los días y todos los días caminaba las calles que lo separaban del colegio de siempre. Siete y cinco cruzaba la ruta y se internaba en la oscuridad de las calles que en su memoria nunca aparecían iluminadas. Eran dos cuadras oscuras, fuera de tiempo que nadie transitaba. Luego la rotonda que como un faro se erigía a lo lejos. Cruzándola se adentraba en Frías donde el tránsito de colectivos y las primeras caras semi adormecidas de los que se guarecían del frío en las garitas resultaban ser un claro vestigio de lo que Facundo entendía como una especie de salvataje personal, un tanto como salir a flote, como si esas dos cuadras oscuras  fuesen un profundo océano desolado del cual se emerge felizmente. La mañana anterior Facundo había releído las tres o cuatro partes que más le interesaron de la novela que había terminado de leer. El oficinista. Guillermo Saccomanno. Facundo marcaba sus libros con un lápiz negro, con cuidado artístico subrayaba cada frase llamativa y en una segunda lectura, solo de las partes señaladas en lápiz, resaltaba las que más lo impactaban. Esa mañana Facundo salió de su casa repitiendo una frase que se le había adherido como una pegatina a su cabeza  “El que se sabe cobarde posee una honestidad de la que carece aquel que se lanza ciego al combate para ocultar el miedo” A Facundo le costaba aceptar aquella idea. El heroísmo, él lo había puesto siempre en la osadía irracional que jerarquizaba el orgullo por sobre la razón, en un Juan Dahlmann o en el mismísimo Martín Fierro en el episodio de la cautiva. Pensó que la adhesión a la frase tenía que ver con un deseo oculto y con una segura imposibilidad, que en él funcionaban como un mecanismo inverso que por oposición registra lo que en él no hay y debería haber, el deseo oculto que siempre desde niño había tenido de ser alguien bien visible, existente, imponente y respetable capaz de revertir cualquier imposibilidad con armas nobles cuando en realidad se sabía razonable y sumamente pacífico. Soñaba para él una suerte de heroísmo que siempre había visto con ojos desorbitados de anhelo en películas que colmaban su fantasía. Y al mismo tiempo, la imposibilidad de concretar toda esa fantasía que añoraba y que los años iban opacando cada vez más, enturbiando el deseo hasta convertirlo en un órgano muerto, en un suspiro negro y sanguinolento. Esos deseos que comenzaban a morir resultaban fieles testigos de las huellas que el tiempo dejaba en él como una epístola futurística que anuncia lo irremediable, el cabello ceniciento, los primeros surcos en la piel, el cambio de espíritu que Facundo comenzaba a sentir en el centro del pecho. Facundo caminaba cargando esa mochila llena de años y de deseos frustrados, como tantas otras veces, inmerso en el océano de las calles oscuras que a lo lejos en su orilla guardaban el descanso, un faro de luz, el cierre de su paréntesis negro de todos los días. Delante de él caminaba una jovencita. Los ojos de Facundo distinguieron la forma pero él atendía a sus cosas; Facundo miraba hacia dentro, miraba hacia sus adentros con la pegatina aun adherida a su persona pero sin pensar en ello. Cuando la joven se cruzó de vereda él se dijo que hacía bien, que precavida evitaba la cercanía de un extraño por eso él aminoró el paso aún más. No había por qué generar temores, lo mejor era dejarla ir un trecho, el suficiente para que se sintiera a salvo. La joven estaba fuera de su percepción y Facundo fue otra vez una extensión de Facundo, la leve vaguedad de ese otro que camina a paso lento dejando ir a una jovencita atemorizada, un recuerdo que corre como casi siempre hacia placeres sencillos en la mente de quien se olvida: una gambeta propia o un pase certero entre líneas, un cuento bien escrito por él o la simpleza de los suyos, tan suyos como nadie.


Facundo escuchó el grito, tan ajeno a él que en un principio no lo supo suyo. Se detuvo y observó. El tipo la tenía sujeta del cabello y le ordenaba que le diera la mochila “ayúdeme, ayúdeme” Facundo entendió en medio del océano negro en el que solo ellos tres flotaban, que todo ese grito le pertenecía, a él se dirigía la joven, le pedía que interviniera, que la ayudara. El tipo la agarraba de los pelos con fuerza y le tironeaba la mochila. Ella luchaba y le clamaba que la ayude. En una fracción de segundo su mente se distorsionó por completo, entró en caos, se convirtió en un huracán de imágenes y de palabras. Por sobre todo ese torbellino le llegó imponente la cara de su hija y la pegatina que hacía días había hecho suya surgió como la lava de un volcán quemándolo por completo “El que se sabe cobarde posee una honestidad de la que carece aquel que se lanza ciego al combate para ocultar el miedo” No lo dudó. Tiró su maletín y se arrojó hacia ellos sabiendo que entera la derrota podía caber en una noche, en un mar asfaltado y desolado, en el grito desgarrador de una joven que pide ayuda…

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