El visitante
En la oscuridad de mi habitación comenzó esta travesía
interminable y espantosa, cuando aún era un muchacho. Mucho antes de los
episodios que voy a narrar, empecé a experimentar las primeras sensaciones que
hoy conforman un mundo de certezas terroríficas e increíbles. Las madrugadas de
mis primeros años adolescentes quedaron marcadas por un temor palpable que mis
padres y mi propio hermano supieron minimizar por un tiempo, hasta que ocurrió
lo del ataque. Ellos decidieron no creer mi versión. En vano traté de
explicarles que si yo estaba en ese rincón sosteniendo en alto un cuchillo con
ambas manos, había sido porque “él” se me había venido encima y porque en mi
afán de escapar de sus garras había saltado de mi cama justo antes que ellos
entraran. Decidieron pensar que todo lo que me estaba ocurriendo necesitaba
tratarse con un especialista. Quitaron todo elemento cortante de mi habitación
y me enviaron a terapia dos veces por semana, creyendo que de esta forma todo
aquello que empezaba a perturbarme iba a desaparecer en forma paulatina.
Mi psicólogo, un petimetre de tono monocorde y lentes
culo de botella, me pedía que le dijera qué era lo que veía en figuras oscuras
que parecían manchas de pintura desparramada sobre cartones rectangulares. Las
sesiones no impidieron que mis temores se acrecentaran y que las visitas se
intensificaran cada vez con más claridad y persistencia. Cuando aquel imbécil
pudo notar que su tratamiento poco podía hacer me derivó con un psiquiatra que
no tardó en recetarme algunos antipsicóticos que con el correr de las consultas
fueron acrecentándose en sus dosis. Nada pudo romper mi espanto. Me
diagnosticaron esquizofrenia severa. A mis padres les explicaron que mis
historias eran producto de alucinaciones provocadas por un trastorno mental
grave, que podía tratarse con la finalidad de hacer más llevable el pesar que
me aquejaba pero que no había posibilidades concretas de encontrar una cura a
mi enfermedad.
Los primeros tiempos fue un serpenteo debajo de mi cama.
Desde la cabecera hasta mis pies. Hasta que comenzó a mostrarse. En la penumbra
de mi habitación esperaba ver con espanto los ojos de mi visitante asomarse por
encima de mis pies. Podía caber en cualquier lugar. Cerraba la puerta de mi
ropero y los cajones de la cómoda. Cualquier resquicio era óptimo para sus
apariciones. Llegó a mostrarse en una boca de luz, entre los cables de
electricidad. Tapé con cortinas las ventanas y no dejé espacio sin cubrir.
Empezaron a medicarme. Treinta miligramos de haloperidol diarios. Luego fueron cuarenta y cinco. Nada
detuvo el andar de la bestia que circundaba mis noches. Permanecía sin dormir,
noctámbulo. Sudoroso, nervioso y hostil no deseaba hablar con nadie. Dejé de
asearme.
Luego del episodio que
vieron mis padres, cuando el visitante me habló por primera vez, decidieron
internarme. Esa especie de roedor gigante se había sentado en el borde de mi
cama y me miraba. Su sonrisa delirante dejaba a la vista una hilera de dientes
putrefactos. Le pregunté a los gritos qué venía a hacer, qué quería de mí.
“¡Ojos! ¡Boca!” dijo “¡Quiero algo de vos!”. Arrinconado contra una de las
paredes vi las luces encenderse y a mis padres correr hacia mí. Vi sus muecas
de espanto cuando aturdido rogaba desaforado al vacío que se vaya, que me deje
en paz.
Al principio me visitaban.
Mi mamá me daba charla hasta que mi viejo del brazo la sacaba diciéndole que
era inútil, que la medicación me tenía sedado, perdido en una somnolencia
irreversible. Siempre se iba envuelta en llantos preguntándose por qué. Hace
meses que no los veo. Rendidos ante mi silencio inquebrantable, ante la
incoherencia de mis actos incomprensivos, prefirieron el olvido. Desistiendo
del absurdo de su presencia a mi lado, dejaron de venir.
No hace mucho, supe
ingeniármelas para sacarle una trincheta a uno de mis enfermeros. Mis gritos de
dolor, cuando intenté sacarme uno de mis ojos, hizo que un grupo de hombres
entrara a mi sala y me aferrara con muñequeras de cuero a una cama. Me
inyectaron una dosis de midazolam para dormirme. Intentaron salvar sin suerte
mi ojo izquierdo. Desperté con un parche cubriendo el cuenco de mi ojo vacío.
Reí y grité desaforado, que era hora que se vaya de una buena vez, que ya le
había dado lo que quería pero no hubo caso. Amarrado a una cama el infierno fue
mayor. El visitante no se iba.
Pasaron semanas durante las
que supe cargar no sin resquemor, el peso de su monstruosa compañía. Mi
visitante me observaba en silencio, estudiándome. Había noches que se posaba
sobre una de las esquinas del cielo raso, quedo, abriendo su boca amorfa y
dejando a la vista su hilera de dientes amarillos.
Le había perdido el miedo.
A veces le decía desafiante,
que pronto íbamos a encontrarnos. Lo provocaba. “¿Vas a dejarme algo o solo vas
a volarme?” le preguntaba. Una y otra vez se lo preguntaba hasta que las
primeras luces del día lograban desvanecerlo.
Buscaba hundirme en la
humillante bajeza de la depresión, en la insostenible desazón de la letanía
enferma. Quería perderme en las profundas aguas turbias de la enfermedad
empujándome hacía la orilla. Por eso reí y lo dejé hacer sabiendo que el que
más tenía para perder no era yo.
Me habló una vez más. Parecía
Resuelto. Sentado al borde de mi cama vino a decirme que no tenía el coraje
para deshacerme de él. Sabía, por eso me desafiaba. Me encontré riendo,
desaforado, bajo las penumbras de la noche, diciéndole que coraje era lo que me
sobraba. “Veremos…” dijo sin dejar de mostrar su hilera de dientes putrefactos.
Abrió su mano huesuda y pude ver bajo la penumbra, el brilló de una hoja
cortante, de esas que suelen usarse en las navajas para rasurar la cabeza. La
dejó junto a mí. La escondí entre los pliegues de una remera doblada, bajo el
colchón.
Hoy cuando todos duerman y
el visitante se aparezca otra vez lo miraré a los ojos, esos ojos enfermos y
brillosos que tanto espanto me producen y terminaré con él. Triunfante le haré
saber que mi vida está sujeta a sus horas. Mi silencio definitivo lo obligará a
volver a su morada monstruosa. Vaciándome por dentro lo aniquilaré. Abriendo
mis brazos daré fin a sus apariciones tormentosas aunque en ello me lleve la
vida.
Don Cornelio y la Zona es de mi época aparte y ¿este comentario de vieja? No sé, me sigue gustando por contenido y concepto ...Acerca del relato El visitante
ResponderEliminar- mayo 09, 2021- sí, es interesante hilado trama y comentaré a´caronte, gracias por la lectura .