¿La lectura pasatiempo placentero?


 No hace mucho leí una nota acerca de la lectura y la escritura. En ella se dejaba entrever los placeres que proporciona la lectura y la inmensa lucha que implica el escribir, algo así como sumergirse en el propio fango para dejar al descubierto mucho de lo que callaríamos bajo otro formato que no sea el ficcional. No sería capaz de refutar plenamente estas ideas por el sencillo hecho que en parte las comparto pero sin embargo descubro una sacralización de la lectura que quisiera poner en duda.

 Aceptarse resulta una de las cuestiones más difíciles que cualquier persona debe asumir en algún momento y dicha aceptación salvo en contadas ocasiones (generalmente desequilibrados, depresivos insalvables o anarquistas) nunca termina de ser completa. Bajo este contexto social omitido, el de la no aceptación, la literatura aparece como un espejo de cristal difuso en el que uno puede reflejar de sí mismo mucho de lo que en su hábitat social no puede mostrar ya que las convenciones estimulan la lógica constantemente, dejando  bajo las sombras de su propia caverna, su mutilado espíritu contraído por tantos golpes, sometiéndolo al más solitario de los olvidos. Sin embargo el monstruo está y resulta imperecedero durante nuestra existencia. Por eso se lo relega, se lo trata de aniquilar con el olvido pero basta que cualquier efímera sensación roce algunas de las finísimas cuerdas que lo sujetan al averno de nuestra caverna para que resurja potenciado por la ausencia de antaño. Está ahí. No se puede con él.

 Leer puede ser placentero (sepan disculpar mi obviedad) pero también puede ubicarnos en el lugar que merecemos, pese a que nos cueste asimilarlo. Existe una lucha que es nuestra, solo nuestra y de nadie más. Allí solo nosotros sabemos contra qué clase de bestia luchamos, ese encarnizado enemigo que nos pertenece y del cual no podemos desprendernos. Esa bestia duerme en nosotros todos los días de nuestra vida y como en el campo abierto cuando las condiciones climáticas lo permiten, el viento sobrevolará el terreno de nuestro espíritu y llegará hasta nuestros oídos trayendo la voz gutural de nuestro antípoda, diciéndonos lo que anhelamos más que nada en el mundo, prefiriéndolo callar por el solo hecho, más que justificable si es que no queremos ser condenados, de seguir siendo lo que convencionalmente se debe ser.

 Quién puede gritar a los cuatro vientos que desea profundamente ser el parricida perfecto que aniquila todo vínculo sanguíneo, todo el tiempo pretérito que nos ha tocado. Quién puede decir abiertamente que desea con pasión tal o cual jovencita; quién puede mirar a quien sea y aseverar que desea encarnizadamente la muerte, que la vida no lo distrae, que se hartó de esto, que ya está. Quién se atreve a desafiar a Dios, a blasfemarlo, a ensuciarlo con burdas y ofensivas palabras, a ganarse el infierno eternamente. Quién.

 El hombre y la naturaleza se complementan. No se puede entender al hombre fuera de la naturaleza ya que su esencia es la misma. El todo está contenido en parte. El hombre es una metáfora del universo, no está exento de la naturaleza. Por esa razón todos los hombres son el hombre y desde este paradigma se puede hacer equilibrio para afirmar que la literatura es la unidad métrica que permite apreciar la verdadera profundidad del alma humana. No importa que alma anhelante de verdades inicie la larga travesía hacia su averno. Los hombres son réplicas exactas, clones del cosmos. Por eso mismo, en sus profundidades se haya la similitud. En ese subsuelo ignorado habita nuestro no ser, ese ser monstruoso que tapamos con capas y capas de olvido, esa bestia que sujetamos con gruesas amarras, con gran temor, para que no surja del hades donde lo hemos condenado a subsistir.

 Pablo Ramos en “la ley de la ferocidad” (novela que recomiendo fervientemente) afloja esas cuerdas para dejar bien visible toda su monstruosidad. La literatura, que no conoce de prejuicios, lo recibe como una buena madre, lo encuadra sin tapujos. Por eso mismo, la ficción resulta ser el terreno perfecto para liberar al no ser que habita en las profundidades del alma. Gabriel Reyes, con el barro al cuello, hastiado de la suerte grela, durante los tres días que dura el velorio de su padre, amasa pan, vidrio molido y veneno para ratas; lo hornea y desencajado, en cueros, en la terraza de la pensión donde vive momentáneamente, arroja pedazos de ese pan a las palomas, que luego de comer, planean cual aviones tocados para caer al vacío en un recorrido mortuorio y final. Pasado de rosca o enroscado en su propia impotencia, grita desaforado, lo cuanto que ha odiado a su padre, que bien muerto está y que en paz no descanse. Ya no le importa callarlo y para hacerlo saber al mundo, lastima, se autoflagela, destruye todo lo que está cerca, menos a su vieja madre, porque la bestia que ha liberado, todo lo puede aniquilar, menos a quien le ha dado vida. Ante ella detiene su furia, se amansa y se deja estar. Aquella mujer ha hecho de su miserable vida algo más digno o al menos lo ha intentado por eso recula, se contiene incontenible sin dominar su desbordante furia y en esa contención reside su heroísmo, su amor tan poco apreciable para ojos que no acostumbran ver en la oscuridad. Por eso mismo Gabriel Reyes merece la peor de las condenas y jamás, jamás de los jamases, la absolución. El mundo necesita de culpables e inocentes. Gabriel Reyes ha tirado de las cuerdas que no se deben tirar, ha dejado al descubierto al no ser, ha liberado de sus ligaduras a la bestia, la ha dejado a la vista de todos y nosotros, espectadores – lectores de dicha liberación, no podemos hacer más que medir que tan cerca nos queda ese barro. El espejo lo pone Pablo Ramos. Cada uno verá lo que tenga que ver y la verdadera imagen, nuestro Dorian Grey, surgirá sin dudas para que cada uno calle su verdad y evitar el castigo.

 La lectura nos reivindica como seres humanos, nos desnuda, nos saca el peso del convencionalismo social, nos muestra nuestra bellísima imperfección. Alguna vez he leído en alguna historia épica griega que los dioses envidian nuestra finitud ya que en ella reside nuestra intensidad y nuestra pasión concentrada, nuestra pasión enorme, bulliciosa… ese es el poder que nos torna monstruosos y la literatura se encarga de medir ese poder bestial en su exacta proporción. La lectura muchas veces nos pone de frente con nosotros mismos. Cada uno sabrá qué tan duro puede resultar semejante encuentro.

 

Comentarios

  1. Una humilde reflexión en torno a la propuesta “¿Leer un pasatiempo placentero?” de Cristian J. Sánchez.
    Lo primero que hay que decir es que se trata de un texto audaz. Lo segundo, es novedoso. Audaz porque se atreve a ingresar en el terreno de la filosofía. No sólo eso, trae a la mesa la pregunta por el ser, y ahí radica lo novedoso.
    Borges decía que un buen libro es aquel que en algún lugar tiene reservado un fragmento de felicidad para nosotros. Es cierto. Leer es inherente a la felicidad. Creo que nadie puede refutar ésta premisa.
    ¿Pero qué sucede cuando empezamos a pensar en que la literatura también es (in)felicidad? ¿Qué pasa cuando la lectura es también angustia?
    Según el filósofo alemán Martín Heidegger (Ser y Tiempo) la angustia surge como parte inherente al ser, si se comprende al ser como el cuestionamiento propio del “ser”. Es decir, que al momento donde yo me pregunto por el ser es cuando me angustio.. Porque es cuando conozco y reconozco que no somos, como menciona el filósofo, seres “auténticos”.
    Ahora bien, mediante el ensayo podemos emparentar estas ideas con la literatura o yendo al caso, con el acto de leer, la lectura. Somos de infinitas maneras. Pero esa infinitud, ese universo queda reducido a lo que debemos ser. Sería algo así como apreciar un horizonte pero dentro de una fotografía. Nos arrojan a un mundo ya preexistente, construido con reglas que no elegimos. Pero esas maneras están ahí, presentes. Conviven como espectros indeseados. Entonces, preguntarse es perturbador. Conocerlos es perturbador. Cuestionarse es angustiante porque nos crea problemas. Porque nos obliga a reconocer lo que no queremos, lo que ocultamos o simplemente desconocemos.
    ¡Que bueno sería leer, no preguntarse nada y seguir la vida! Pero no. Donde hay lectura hay interrogantes. Donde hay interrogantes, hay problemas. Y los problemas no producen placeres sino angustia. Leer no se trata de un pasatiempo placentero. Leer es ser y tiempo.
    La pregunta por el ser puede aparecer en cualquier momento y en donde no la estamos buscando. Creo que aquí está la arista fuerte del ensayo. Me parece que metiste las narices en una discusión que viene desde los primeros sofistas griegos hasta la actualidad. Eso es realmente valioso.
    Me parece que enfrentarse con estas ideas es enfrentarse con la constitución de verdades que se presentan y se creen como absolutas. Pero con estos ensayo no damos cuenta que lo absoluto tiene puntos fugas, grietas, escapes. Escarbar ahí nos ahuyenta de lo banal y rudimentario. Pensar, nos ayuda a pensar.
    Solamente, en lo que a mi modo de ver refiere y como sugerencia, pondría en el cuerpo del texto la cita del artículo con el que vos discutís. Pa’ saber de dónde viene el rebaño y pa’ ponerle mas pimienta.

    Un honor, estimado.
    M. Cuello.

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