A la tarde hablamos







 Estela se acercará como tantas otras veces hasta el campito donde Ezequiel pasa las horas de todas las tardes, aunque en aquella (tesoro que el futuro guarda celoso y fatídico) lo hará con un paso discontinuo y acelerado. Sin los adornos que la divierten cuando el tiempo no acomete: no evitará las juntas de las baldosas de las veredas al caminar ni las contará en números pares, dos, cuatro, seis, ocho… no esa tarde.

 Ezequiel atenderá el juego como cada tarde  en donde el fútbol y sus amigos lo son todo. Se correrá del centro, un tanto hacia atrás para buscar la pelota y cruzará la mitad de la cancha que él mismo marcara cuando la canchita aún era baldío. Buscará algún compañero bien posicionado y tratará de ubicar la pelota con precisión bochinesca entre las piernas que se interpongan entre él y su objetivo. Ese será su mayor divertimento. Que el resto buscara las felicidades más usuales tras los límites de un arco señalado con dos medios ladrillos de mampostería. Su foco de atención estará, como siempre, durante un par de horas en ese balón desgajado y un tanto ovalado de tanto potrero. A la pelota la quería con una obcecación animal, casi instintiva. Iba tras ella o estratégicamente se ubicaba en los sitios donde creía que podría llegar luego de un rebote. De espaldas a la calle no tendrá ojos más que para lo suyo, por eso cuando escuche su nombre por primera vez creerá que no se dirigen a él. Estela se secará las lágrimas con su antebrazo y exhausta, cansada de tanta malaria acumulada buscará pescar la silueta desgarbada de su hijo con su mirada desvariada, allí donde todos los pibes se parecen un poco. Gritará el nombre de su hijo dos veces, una para romper su realidad; la otra, para hacerle saber que las desgracias tienen nombre propio. Sin el desamparo que lo invadirá en apenas un instante, entero y próximo a las desgracias; boquiabierto, con la agitación del último pique que lo había tirado hacia uno de los extremos donde un laurel inmortal levantaba regueros de sombras; tenso, al entender que la voz, esa voz aniquilada por el llanto no era otra que la de su vieja, Ezequiel girará aún con la pelota bajo la suela de su botín roto (“pinta de jugador” decía su viejo siempre) y buscará sus ojos en los ojos de su vieja como cada vez que algún peligro se avecinaba. La voz inconfundible, el tiempo roto, los brazos muertos cayendo a ambos lados de su cuerpo flaco… Estela ahora sí dejará que las lágrimas surquen su rostro antes de decir lo que tiene que decir. Estirará los brazos, sin palabras todavía, pidiéndole a su hijo que se acerque, tal vez sin fuerza para decir lo que ha venido a decir. Ezequiel irá. Sin sentir sus piernas caminará hasta los brazos extendidos de su mamá, hasta las incontenibles lágrimas que han convertido los ojos verdes de su vieja en otros tormentosos y rojos, tempestuosos, abismales… primero será el abrazo, conteniendo su dolor para que no se escape, el suyo y el de su hijo que todavía no se ha soltado. Y así… con sus brazos conteniendo el mundo le dirá al oído a Ezequiel que su papá ha muerto, que en un accidente murió, que chocó con su auto en la ruta, que la acaban de llamar para avisarle.

 


 







 
 Ezequiel se levanta como cada sábado, se lava los dientes para no ser sermoneado por su vieja y se sienta junto a su papá que lee crónica y sorbe un mate dulce y come tostadas con manteca. Su papá le revuelve el pelo y le pregunta si se los sacó para dormir. Se refiere a los botines que Ezequiel siempre usa. Ezequiel se ríe. Su papá deja el mate y agarra el bolso lleno de herramientas que siempre lleva consigo. Le da un beso en la cabeza a Ezequiel y otro a Estela antes de subirse a su Renault cuatro para ir como todos los días al trabajo, antes de decirle a Estela que la quiere y que después hablarán y tomarán unos mates como todas las tardes…
 
 
 
 
 
  

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