Un cuento de Poe


 

Si fuésemos conscientes del poder que ejercemos con nuestras palabras seguramente mediríamos mucho más lo que decimos. En nuestro afán por expresar fielmente nuestras ideas más profundas podemos llevar de las narices a algún desprevenido que hace equilibrio en la difusa realidad para entrever en nuestros comentarios un sitio mucho más concreto que el que les proporciona su imaginario enfermo.

Alguna vez, en los años de mi preparatoria, pasó por mis manos un ensayo filosófico cuyo autor no sostuve, que afirmaba que nadie debía sorprenderse si un lector de Nietzsche, ganándose el protagonismo de alguna crónica policial, hacía volar un puente por los aires al sentirse disconforme con el mundo que lo rodeaba. Nunca había tomado dimensión de esa idea hasta cuando luego de concretar mi proyecto anual en el colegio en el que trabajo pude vislumbrar el cambio de espíritu que uno de mis alumnos había sufrido luego de ver una obra de teatro y concretar algunas lecturas.

Como todos los años se me pedía la adaptación de una obra. Aquel no sería la excepción. Generalmente hacíamos versiones de obras clásicas que siempre daban resultado. Ese año pensé salir de lo convencional, romper con el constante clasicismo que la directiva del colegio siempre proponía. Así que decidí el armado de unos breves guiones que adapten algunos de los relatos más siniestros que haya leído en mi adolescencia. Una especie de goce personal que me permitiese estar a gusto fuera del salón de clases. Había elegido el barril de amontillado, el corazón delator y el cuervo, inolvidables obras de Poe. Convertí el salón de actos en una caja tétrica. Me encargué de tapar ventanas y puertas con cortinados oscuros. Aquí y allá coloqué gatos negros y cuervos. Siniestras dentaduras colgaban de los techos y antebrazos prolijamente pegados a la base del escenario daban la espantosa impresión del muerto que quiere escapar de su enterramiento prematuro. Justo detrás y como único decorado de fondo una gigantografía del padre del relato corto. Una luz blanca iluminaba su rostro cruzando el escenario.

 Todo salió mejor de lo esperado, los chicos que representaron las obras lo hicieron muy bien y hasta algún grito de espanto se escapó en algún momento de tensión. Cuando las luces se apagaron todos aplaudieron. Luego de la representación me acerqué al escenario y pude verlo. Emanuel González aplaudía de pie. Su postura despertaba la burla de sus compañeros y el asombro de todos los docentes. Desde donde estaba no podía distinguir la brillante fascinación de sus ojos. Sí la aparatosidad de sus movimientos, la incongruencia de sus gestos, la desbordante pasión enfermiza…

“¡Profe! ¿Qué gran plan!” me diría ese mismo día en el patio del colegio. Se refería al  crimen premeditado de Fortunato, uno de los personajes más siniestros de Poe. “¡Un merecido castigo!”. González hablaba como si nunca hubiese hablado con nadie. Sin noción de las distancias. Hablaba a los gritos teniéndome al lado. “En el victimario…”. Así dijo y me impresionó. “El victimario”. Y yo pensé que ese pibe tenía horas y horas de programas del tipo la cámara del crimen o autopsias, los cuerpos que hablan. “En el victimario conviven la pasión del enamorado y el deseo más extremo de venganza” me explicaba. González lo había disfrutado más que nadie, había visto concretarse el anhelo de la ira. Vehemente, sintió pertenencia con todo ese mundo. Todo aquello lo había hecho cruzar un umbral y desde allí observaba con el desequilibrio enfermizo de los que añoran el dolor ajeno para afirmar su existencia.

 Observaba a Emanuel González mientras me hablaba. Un cuerpo flaco y desgarbado, lleno de temores. Un mechón de pelo cruzándole la cara. No era lo que decía, era el fanatismo con el que lo expresaba. Lo decía fuera de todo alcance racional, desde lejos. Lo escuchaba y le decía que sí, que era como él decía, pero que no dejaba de ser un cuento…

Hacía dos años que Emanuel estaba en la institución. Cuando ingresó al colegio se destacaba no por lo excéntrico y controvertido. Todo lo contrario. Recuerdo llamarle la atención en más de una ocasión durante mis clases (nunca en los momentos de lectura de los cuales parecía disfrutar) por sus constantes distracciones y risotadas. No lo alteraban en lo más mínimo mis reprimendas y si bien obedecía, su sonrisa sarcástica siempre prometía volver al ruedo de la banalidad. De un año a otro Emanuel dejó de ser quien era. No parecía el mismo alumno. Se había dejado crecer el cabello y las prendas que siempre vestía, estaban percudidas de mugre. Su abandono resultaba evidente. Los comentarios hablaban de una familia devastada, de drogas y de un padre violento. A los ojos de quienes lo habíamos conocido un año antes, resultaba otro alumno, taciturno y solitario.

 La maldad de los chicos a cierta edad resulta incalculable e inmanejable. Perciben la presa sumisa, entregada a la suerte de sus enemigos. No tardan en ser el centro de todo tipo de burlas. Emanuel mantenía el sarcasmo dentro de una mueca obscena que intentaba ser una sonrisa. Una luz negra que mantenía en vilo su entrega no del todo definitiva. Le tocaban el culo, le humedecían el banco, lo golpeaban a escondidas y hasta se encargaban de juntar orina en el baño para mojarlo a la salida. En una oportunidad lo siguieron y cuando notaron que nadie podía salir en su defensa lo arrinconaron, le sacaron los pantalones y corrieron con el trofeo en alza pasándoselo unos a otros. Emanuel no decía nada. Parecía esperar el momento. Detrás de su bosquejo de sonrisa estaba la respuesta que nadie había notado. Sabía mejor que nadie que la planificación de la venganza necesitaba un aprendizaje y Emanuel González leía. Fue abarcando con lecturas oscuras las horas de su jornada hasta taparse de ellas, hasta convertirse en el héroe de carne y hueso que los libros proponían desde la ficción.

Días después de la representación Emanuel, más interesado que de costumbre, se acercaría al pasillo que daba a la dirección del colegio. Sin decir una palabra, me mostraría el libro que había caído en sus manos. “Historias extraordinarias”. Ocho relatos de terror. Poe. “Mire…” dijo. Los adornos con los que decoraba sus comentarios me producían cierto escozor. Un parpadeo constante en su ojo izquierdo y el cabello revuelto y sucio le daban un aire de pibe escapado del borda. Un brillo enfermizo en sus ojos, un movimiento nervioso en sus manos y cierto tartamudeo al hablar. El conjunto en él comenzaba a ser espeluznante. “Hop – Frog profe…” me dijo. No sabía a qué quería llegar. “El bufón que venga la ofensa de los imbéciles…”. Dije que sí, algo ansioso de seguir escuchando. Parecía estar al borde de un abismo del cual increíblemente me sentía parte. “El enano del cual todos se burlaban, al cual todos subestimaban, los prendió fuego…”. Desde lejos hablaba Emanuel, desde las tierras que el mismo quiso fabricarse para ser quien creía debería ser…

El veintiséis de noviembre de ese año entendí plenamente cuál era el verdadero poder de la palabra, el poder devastador que puede cobrar y no pude dejar de sentir en lo más interno de mi espíritu, algo semejante a la satisfacción. Había provocado la explosión, había hecho volar el puente…

Al entrar al colegio cerca de las siete y media de la mañana Emanuel González me buscó y me preguntó si estaría todo el día en el colegio. Le dije que no, que a media mañana tenía que irme. Me contestó diciendo que era una lástima, que le hubiese gustado que yo estuviese para verlo. Le pregunté qué era lo que tenía que ver, pensando en alguna actividad que algún docente tenía preparada para el día y que yo desconocía. Me dijo que no importaba, que igual me iba a enterar. Tuvo razón. Emanuel tuvo razón. Al volver después del mediodía a mi casa, encendí el televisor y pude ver la placa que ocupaba toda la pantalla del noticiero. “Estudiante secundario prende fuego a dos compañeros”. Alcohol, bencina y un encendedor fueron elementos suficientes para la puesta en escena. Su escenario, cuarto primera. Sus espectadores, la profesora Otero y sus desafortunados compañeros de curso. Por los docentes que estaban en el lugar y no por los medios pude reconstruir mucho de lo que pasó esa mañana. Justo después de la representación Emanuel había empezado a sentarse detrás de Pablo Giménez y de Carlos Rodríguez, sus dos máximos opresores. ¿A qué venís putito… querés que te toquen la cola…? ¡jaja! “¿Qué pasa ahí atrás? ¡La cortan por favor!”. Después del primer recreo Emanuel volvió a abrir la mochila. Sabía que Otero, la profesora de físico química nunca recorría el fondo del salón, ella solía quedarse sentada en su escritorio o moverse de allí al pizarrón para escribir alguna fórmula. Tenía tiempo y el fondo era su aliado. Nadie podía ver lo que hacía. Sacó los frascos de alcohol y de bencina que había llevado, el encendedor esperaba aún en su bolsillo. Nadie lo atendía. Destapó ambos frascos y sin dudarlo los bañó ¡La concha de tu madre! ¡Qué hacés pedazo de puto! “¡quédense quietos ahí! ¡Victoria llama al preceptor urgente!” ¡Te voy a matar gil! Hasta ese momento la profesora Otero pensó que se trataba de una broma de mal gusto y temió por el caos que podía desatarse si los dos alumnos que habían sido bañados, como ella creía en ese momento, lo ajusticiaban al osado Emanuel. La mano de Emanuel se elevó y por un momento fue una antorcha llena de gloria, el pulgar había descendido haciendo girar la rueda del encendedor y la llama quedó a la vista de todos. ¡La concha de tu madre…! ¿Qué haces…? “¡Emanuel! ¿Qué hacés? ¡Pará por Dios!” El encendedor volaría por el aire y caería entre los dos desdichados, ante los gritos de todos los espectadores que Emanuel había elegido para su representación. Los bancos cayeron, muchos salieron corriendo del escenario impuesto bajo una crisis de nervios. Emanuel Castillo saldría despacio observando como las llamas consumían la vida de aquellos orangutanes “¡Hop – Frog! ¡Yo soy Hop – Frog!” Dicen que decía mientras sus ojos brillantes y enfermizos lo convertían todo, absolutamente todo, en un cuento de Poe…


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