Los días maradoneanos


 

 Ha vuelto. Es un atisbo de lo que en otro tiempo fue. Las “e” alargadas deforman su discurso. Lo vuelven ininteligible. Apenas si puede caminar. Las rodillas rotas. El verborrágico dios humano que la diosa azteca dio vida un veintidós de julio levanta las manos. Una multitud corea su nombre. Una bandera enorme lleva su imagen. Está colgada en una de las populares del Kempes. Fuegos artificiales iluminan la noche. Diego Armando Maradona está de regreso. Encumbrado en un olimpo populista donde los dioses son de barro y no son ejemplo de nada. Veintidós años después está de vuelta, ahora como director técnico de un modesto equipo de primera división del fútbol argentino. Gimnasia y esgrima de la plata.

 El amor que muchos le profesan parece no fundamentarse con sus actos, tan desmedidos en ocasiones; con sus exabruptos, tan a la orden del día. El Diegote. Esa caricatura de aquel otro Maradona que deslumbraba con sus amagues y su picaresca futbolera para derrotar al más fuerte, recorrerá las canchas del fútbol argentino. Y todo parece indicar que en cada estadio se le rendirá un homenaje, como ha ocurrido en estas dos primeras fechas en las que estuvo al frente del plantel tripero.

 Estos son días maradoneanos pese a quien le pese. Hernán Casciari, escritor oriundo de Mercedes, hace unas semanas y en consonancia con el regreso del diez al fútbol argentino, recordaba emocionado hasta las lágrimas, en un programa de radio uno de sus primeros relatos. Casciari anecdóticamente contaba que nadie sabía, en aquel entonces, que era él el que escribía. En ese tiempo tenía un blog pero se hacía pasar por una señora de Mercedes. Mirtha Bertoti. Ese texto poco tiempo después iba a traducirse a doce idiomas. La FIFA lo iba a levantar y lo iba a publicar en su revista aclarando que la carta la había escrito una señora de las afueras de Buenos Aires. En esa carta Mirtha le habla a Maradona. Le pide que no se muera, le aclara que ella a diferencia de su marido no lo idolatra pero que no se muera porque en la mesa donde muchas veces faltó un plato de comida y donde se posaron una sobre otra mil tristezas él trajo alegrías inmensas. Mirtha Bertoti también recuerda en esa misma carta la efedrina del noventa y cuatro, el “me cortaron las piernas” y la desazón que podía respirarse en las calles de su barrio. El año en el que Hernán Casciari escribió este texto fue el dos mil cuatro. Año en el que Maradona estuvo cerca de la muerte. Mirtha Bertoti, es un personaje inspirado en su mamá y los relatos de ese blog iban a terminar formando “Más respeto que soy tu madre” obra que iba a ser llevada al teatro de la mano de Antonio Gasalla.

Estos son días maradoneanos. Nadie los ignora. Aquellos que lo odian salen a defenestrarlo. Aquellos que lo aman, como Casciari, aprendieron a no medir con la misma vara y se ven superados por una emoción para muchos inexplicable. Hace unos días un joven hincha de estudiantes de la plata, rival acérrimo del lobo, escribía una carta que se viralizaría por las redes explicando que su amor por “el Diego” no iba a cambiar por más que su ídolo esté en la vereda de enfrente. En la misma, hacía referencia a otro escritor argentino, Eduardo Sacheri y a uno de sus cuentos en particular “me van a tener que disculpar”. En ese relato Sacheri deja en claro que al pibe de rulos que supo ser “el jugador más grande de todos los tiempos” no se lo puede juzgar de la misma manera que al resto de los mortales. Él (Sacheri) siente que está en deuda. Y que la deuda indudablemente está ligada al exquisito (y nunca menos disfrutado) afano que el diez improvisó con su metro sesenta y cinco con la recordada “mano de Dios” y al mejor gol de todos los mundiales que minutos después dejaría eufórica (y afónica) a toda Argentina, tratándose de un mundial pero sobre todo tratándose de la selección de Inglaterra, post Malvinas. “El tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo” dice en el final de dicho cuento Sacheri “ya que optó por acumular un montón de presentes vulgares encima de ese presente perfecto”. El autor de “papeles en el viento” y “la pregunta de sus ojos” se refiere en todo momento al deber de la memoria para conservar el silencio ante la crítica inevitable.

 La patria futbolera y maradoneana entona una vez más su grito sagrado “¡Olé olé olé olé! ¡Diegoooo! ¡Diegoooo!”. Los estadios a tope. Si alguien no conociera a Maradona ni supiera nada de este país, hablaría de una idolatría absurda, de un pobre tipo que le cuesta articular las palabras para decir algo más o menos coherente, hablaría de una persona excedida de peso que le cuesta trasladarse… sin embargo son miles los que lo veneran. Lo han encumbrado en la cima del olimpo de los desposeídos, de los más humildes y no tanto. Y desde ese lugar responde. Es, aunque los refutadores de su magia se empeñen en separar al futbolista de la persona. Es, aunque se empeñen en defenestrarlo por su indefendible proceder. En ningún otro país Maradona hubiese sido Maradona. Tuvo que darse una guerra absurda, tuvo que haber años y años de malaria y de dirigencia política incapaz, tuvo que haber un país futbolero como el nuestro, tuvo que haber un mundial como el del ochenta y seis y tuvo que haber un partido en cuartos de final, tuvo que haber un Argentina – Inglaterra, tuvo que haber “la mano de Dios” y “el barrilete cósmico”. Todo esto tuvo que haber y mucho, mucho más. Por más que se intente negarlo Maradona es un mito viviente. Los descreídos que enarbolan la bandera de la verdad tendrán que disculpar “la sensiblería barata” y “la superficialidad pasional” que despierta en muchos la figura de Diego pero en cuestiones de fe la razón no tiene lugar.

 

 

 
 
 


 

 

 

 

 

 

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