Esa mujer


Deberé decir, para ser justo, que la historia que comenzaré a contar no es mía. Me hubiese gustado pero no. Llegó a mis oídos a través de Martín, un amigo que tuvo la oportunidad de recorrer hace tiempo, parte del norte argentino. Para acercarme a ella y para tratar de resguardarla del olvido, he decidido  contarla como si me perteneciese, y así poder entender sus pormenores.

Es difícil despegarse de la abrupta vehemencia con la que transitan nuestras horas. El apuro en el que inexplicablemente vivimos nos hace menos lúcidos. Por eso, siempre que las circunstancias lo permiten, huimos de la vorágine insalubre, de la vertiginosa rapidez con la que transitan nuestros días. Y a la lejanía donde voluntariamente nos recluimos llevamos toda nuestra imperfección mundana. Sin saber que nos pertenece la cargamos a cuesta hasta que nos encontramos con el virtuosismo de algún alma, que en la humilde sencillez con la que construye sus horas, “todo” lo tiene.

Junto a Verónica, mi pareja, fuimos al norte. Teníamos pensado ir a Cafayate y luego subir hasta Tilcara. A las nueve de la mañana llegamos a Tucumán. Sabíamos que en micro, para llegar a Cafayate, el trayecto más corto debía hacerse por Tucumán y no por Salta capital. Cerca del mediodía ya habíamos encontrado un lugar donde asentarnos. Dejamos nuestras cosas. Salimos y preguntamos por alguna casona donde poder comer. Un paisano nos dijo que ahí cerquita estaba la casa de doña María, que en la esquina dobláramos a la derecha y que la primera puerta con cortina de colores entráramos, que allí no había carteles ni nada pero que entráramos.

 “Permiso…” dije mientras corría las cortinas. Pregunté si nos podíamos sentar. La mujer hizo un gesto que significaba “siéntense donde gusten”. En ese ambiente sombrío y fresco había una cocina a leña, un soporte con un fuentón donde la mujer lavaba sus cosas y dos mesas de madera. Cuando nos acomodamos sentimos la cortina abrirse por segunda vez. “Buen día doña María” escuchamos decir a la mujer que acababa de entrar. Luego, viéndonos, pidió permiso para poder tomar lugar a nuestro lado. Habiendo una mesa libre, esa mujer, nos pedía permiso para sentarse con nosotros. Nos miramos con Verónica cómplices de una verdad que no nos pertenecía. Le dije que por supuesto e hice lugar para que nos acompañara. Se sacó el sombrero y lo dejó sobre el cabezal de la silla. Tenía una trenza adornada con borlitas y una mantilla de colores sujeta con un prendedor. Antes que pudiese preguntarle el nombre ya teníamos el cuenco de barro a tope con todo tipo de verduras. El caldo espeso y su aroma milenario me hicieron sentir en un lugar mágico. El encanto estaba puesto no solo en los cuencos rebosantes de verduras sino también en la atemporalidad de aquellas dos almas que nos acompañaban, en esa cocina hecha con ladrillos de adobe, en el piso de tierra por sobre donde nos mirábamos a los ojos sin el prejuicio mundano de todos los lugares que nos distanciaban de la sencillez. Hablamos distendidos. La mujer se llamaba Esther y venía de Jujuy. Bajaba una vez por mes para estar con su hijo. Su hijo trabajaba en uno de los tantos viñedos cosechando uva. Nos contó que cargaba “gamelas” con los racimos de uvas que él mismo cortaba. Que por cada gamela que vaciaba en los camiones le daban una ficha de cartón. Que cada ficha tenía un valor y que finalizada la jornada las cambiaba por su equivalente en pesos. Que la ganancia era poca. Luego del almuerzo Esther se puso de pie, se calzó su mantilla y su sombrero y se dispuso a salir. Fue allí que pregunté si me permitía sacarle una foto para guardarla de recuerdo. Esther dejó que el silencio hablara. En la pausa provocada nos ruborizamos. Esa mujer de tranco lento y voz mansa se había negado respetuosamente. “Para mí fue un placer haberlos conocido y haber podido compartir esta comida” dijo. Verónica me miraba divertida viendo como trataba de reponerme del golpe. Le dije que me parecía una persona encantadora, que le deseaba lo mejor… “Gracias” dijo Esther “Cuando me encuentre con mi hijo le diré que he almorzado con dos bellas personas que no olvidaré” cerró ya, con la intención de marcharse. Verónica y yo nos acercamos y le dimos un beso. Luego se fue. El viento cómplice movió las cortinas y pude ver como el tiempo no hacía mella en su templanza de mujer. Esa mujer iba a donde el amor lo demanda.

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Revancha

El visitante

Soy funebrero