Viaje de placer
Si hubiese podido contar esta historia hubiese
empezado por la cuesta del ternero y el mirador de San Francisco de Asís aunque
la tragedia se produjera después, a mitad del cañón, cuando se rompió la
correa. A decir verdad nunca supe de qué correa estaban hablando. Néstor, el
chofer, le dijo a María Emilia, nuestra coordinadora, que el problema estaba en
la correa y ella lo repitió para que todos nosotros estuviésemos al tanto de lo
que estaba pasando. Lo cierto fue que después de cinco horas en el micro,
empezamos a sentir entumecido el cuerpo y con la falta de ventilación y una
temperatura cercana a los cuarenta grados, el ambiente empezó a caldearse.
Quedaban algo más de tres horas de viaje y según Néstor, era volver en esas
condiciones o arriesgarnos a que el micro se detuviera quedándonos varados en
el medio de la nada. En un principio nadie dijo nada. Sabíamos que el mal podía
ser mayor, así que folletos en mano, comenzamos la mayoría, a ventilarnos para
sobrevivir a la inconveniencia. Pero con el correr de los minutos la gente
empezó a hacerse escuchar “¡pongan un ventilador!” “¡Nos estamos muriendo!”
“¡Hagan algo, no se puede viajar así!”. En el micro no había ventanas. Contaba
con aire acondicionado pero no funcionaba y estábamos en el medio de la nada.
En el techo había dos pequeñas tapas elevables que con esfuerzo pudimos abrir.
El pesar parecía ser mayor y hasta alguno pidió que las cerráramos ya que el
aire que entraba por aquellos resquicios de luz era aún más caliente. Nos estábamos
asando.
Cuando uno compra un paquete turístico está
obligado a compartir las excursiones ocasionales con gente que desconoce. Basta
comenzar el viaje para comprobar lo irritante que puede ser la humanidad. Pese
a esto y a sabiendas de estas cuestiones, uno trata de acoplarse con sonrisas
cómplices y breves comentarios que te mantienen en el limbo de la multitud
turística y así, a medida que pasa la semana, uno puede disfrutar de la estadía
sin desentonar. Al menos esa fue siempre mi estrategia de viaje si es que
existe una. En el grupo contábamos con Joselito (así se presentó) padre de
Rodrigo, único hijo y esposo de Susana, su mujer. Joselito se encargaba de las
gracias del viaje, acotando alguna frase que intentaba ser humorística a cada
comentario de María Emilia. Justo a su izquierda estaba Pablo, un tipo de unos
cuarenta años que aparentaba tener veinte. Practicaba deportes extremos y
vulgarismo social. Viajaba junto a su esposa y a su hijo quienes no paraban de
moverse. Benjamín viajaba junto a mí. Parecía interesarse por todo. Solía
levantar su mano a cada instante interrumpiendo a María Emilia quien nos venía
explicando a qué se debía la paleta de colores que el cañón ofrecía o el
funcionamiento de las centrales hidroeléctricas que había en el extenso camino
sanrafaelino. Nuestra coordinadora no tardó mucho en ignorarlo haciéndose la
desentendida. Sin darse por vencido Benjamín preguntaba a los gritos para
sanear sus dudas “el color rojizo se debe al hierro, el verde al fosfato de
cobre, el amarillo al azufre y el blanco al yeso...” Benjamín llegó a preguntar
por qué el cielo adquiría ese color azulado a lo que María Emilia respondió que
ese color se adquiría en todo lugar donde despejado de nubes el sol se imponía... ja! A mí derecha estaba Juan Cruz, un joven estudiante secundario que
cuando subí por primera vez al micro, cruzado de piernas, venía leyendo a
Coelho y que cada vez que intervenía parecía querer dejar en claro su condición
de erudito (signo de interrogación). Recuerdo que María Emilia preguntó comenzado el viaje de ida
qué película queríamos ver “¿Bebé a bordo, Happy Gilmore o un papá genial?”.
Juan Cruz intervino para consultarle si no tenía alguna película que no tuviese
tantos clichés. Yo pensé en ese momento si estaba contento “¿querías decir cliché?
¡Ya lo dijiste!”. Un verdadero depredador del tiempo vacacional.
Mientras me ventilaba con el folleto que nos
habían dado para que sepamos todas las excursiones que podíamos realizar
observé el gesto adusto de Néstor. Estaba enojado. María Emilia nos contaría
después que había hablado con la empresa (Buttini) que nos trasladaba para que
envíen un micro y que la gente pueda volver en otro que este mejor
acondicionado y que le habían contestado que no podían enviar ninguno hasta ese
lugar, que debía volver con el mismo. Yo lo escuché en una de las paradas
decirle por teléfono a alguien que él había preguntado si estaba todo bien
antes de salir y que le habían dicho que sí, que la correa estaba funcionando y
luego de una pausa concluiría enfadado “¡Claro… pero con el que se enojan es
conmigo no con vos!” Néstor sabía a qué se exponía por eso reclamaba.
El mal
humor, contra lo que muchos pueden pensar, es un noble condicionante capaz de
desterrar mundanas hipocresías. Solemos decir que cuando se está de mal humor
uno dice lo que siente. Esa tarde pude comprobarlo. Después de dos horas de
sofocante calor María Emilia, para apaciguar el mal clima, se puso de pie y
dijo que tuviésemos paciencia, que faltaba poco para llegar a Valle Grande, que
allí había un complejo con piletas, que desde allí iban a llamar nuevamente a
la empresa para que nos cambien el micro. Benjamín preguntó a mi lado si todos
juntos, de regreso, podíamos ir a quejarnos a la empresa a lo que María Emilia
contestó que no hacía falta, que ella en su momento iba a elevar la queja.
Alguien a mi espalda dijo “Flaca, hace dos horas me estás diciendo que falta
poco y encima me pedís que tenga paciencia…” Joselito dijo que ella no tenía la
culpa a lo que el mismo tipo a mi espalda le contestó “¡Vos cállate la boca
payaso que con vos no estoy hablando!” Joselito se dio vuelta para ver quién
era el que le hablaba así, sin embargo el que le contestó fue Rodrigo, su hijo
“¡Qué le decís payaso a mi papá! ¡Payaso sos vos!” Pablo se reía. Parecía
disfrutar del altercado hasta que desde otro sector se escuchó a alguien decir
“Y vos qué te reís musculito”. Pablo, por supuesto, se hizo cargo. Era el único tipo
en todo el contingente que hacía alarde de su cuerpo “chúpame la pija tarado”.
Su mujer trataba de tranquilizarlo “¡Pará Pablo! ¡Pará!” Benjamín,
imperturbable, le preguntaba a María
Emilia si podían parar en cualquier lado hasta que se calmaran los ánimos, que
él se ofrecía a hablar al grupo. María Emilia le contestó que no hacía falta,
que para algo estaba ella. Juan Cruz, cruzado de piernas aún, se tapaba los
oídos diciendo que todo esto era too much
para él, que estas cosas eran propias de una película de Olmedo y Porcel.
Un hombre que hasta el momento nada había dicho le dijo lisa y llanamente que
cerrara el orto a lo que el pibe contestó con un “¡Ah… bueno!” que el mismo
hombre tomó como una ofensa y poniéndose de pie lo fue a buscar “¡Qué ah bueno
imbécil!”. Todo en cuestión de minutos se había desmadrado. María Emilia
trataba de separar al hombre que parecía querer comérselo al pibe. Juan Cruz se
tapaba la cara no pudiendo creer lo que veía. Pablo se había bajado la bermuda
y le repetía a su agresor lo mismo que le había dicho antes pero ahora
sujetando su miembro masculino. Mientras el tipo que le había dicho musculito
lo encaraba para pelearlo, otro de atrás le decía que guarde eso, que los
manises los dejará para la picada y la cerveza “¡Bien que te gusta esta a vos!”
le contestó Pablo, ya con lo suyo dentro de su bermuda y poniéndose en guardia
esperando al primero de sus dos oponentes “¡De a uno vengan la concha su
madre!”. En ese momento María Emilia cayó al piso. Pablo enfocado en el hombre
que se le abalanzaba se apoyó con sus dos manos en el respaldo de dos de los
asientos y saltando sobre el cuerpo de María Emilia lo golpeó con sus dos pies.
El micro se movía “¡Paren chicos!” gritaba María Emilia. Rodrigo asumiendo la
defensa de su padre aprovechó el desconcierto y le arrojó la botella de agua
que tenía a quien le había llamado “payaso” a su papá. Todos vimos como la
pelea se había corrido del centro del micro hacia el frente. ocho tipos
peleando mientras Néstor pedía que la cortaran a los gritos, que estaba en
pleno ascenso, que si lo tocaban, podían hacerlo realizar una mala maniobra y
todos nos podíamos ir a la mismísima mierda. Enfurecidos, nadie lo escuchó. Uno
de los que quería arrancarle la cabeza a Pablo logró empujarlo con todas sus
fuerzas y ambos fueron a caer sobre el respaldo del conductor. La cabeza de
Néstor dio contra el volante y sus manos por un momento se desprendieron. El micro
viró a la izquierda, casi saliendo del cañón del Atuel, con todo el abismo
imponente por debajo. En medio de la gritería general escuché a Benjamín decir “¿Y
ahora qué hacemos?” mientras María Emilia con un termo de acero inoxidable que
había encontrado debajo de uno de los asientos trataba de rompérselo en la
cabeza.
Si hubiese
podido contar esta historia, hubiese empezado por la cuesta del ternero y por el
mirador de San Francisco de Asís, que fueron los dos tramos iniciales que
tuvimos en la excursión antes de introducirnos en el cañón del Atuel, justo
antes de lo de la correa…
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