Las flores del flaco. Diario de una pandemia.



Nunca he tenido grandes respuestas respecto a casi nada y las que pude dar fueron ejemplos de otras que me marcaron de chico. Sin embargo hay una necesidad imperiosa de poner en palabras  algo de todo este vértigo virtual que nos asedia con obligaciones laborales a distancia y algo de toda esta reclusión obligatoria que nos ata y que nos limita por nuestro lado social más vulnerable. El de los afectos. Hace unos días leía una nota en la que Mariana Enríquez hablaba de la falta de respuesta frente a una realidad en la que las certezas parecen no abundar. La autora de “los peligros de fumar en la cama” rotulaba con la palabra “ansiedad” una desilusión insoluble, durante y constante en este impredecible tiempo. Hay una pesadez desconcertante que pareciera mantenernos alerta. Las palabras de Mariana Enríquez me hacen pensar en el argumento de alguna serie exitosa. El enemigo invisible que busca un cuerpo donde instalarse. Caos social. Emergencia sanitaria. Comparto la ansiedad y el desconcierto que parecen no llevar a ningún lado. Pero al mismo tiempo acepto el impulso que provoca, acepto el impulso que me lleva a escribir sin más motivo que el de liberar tensiones.

Leo. Cuando el trabajo full time de docente poco valorado me lo permite. Cuando dejo de recibir mensajes con trabajos o dejo de responder dudas e inquietudes. Cuando me libero de obligaciones que me hacen correr de un cajero automático a un supermercado para sustentar el día a día de mis viejos jubilados o el de mi propia familia, me siento y abro un libro. Mientras escribo esto vuelven de una manera misteriosa pasajes de mis últimas dos lecturas. Selva Almada y Leila Guerriero. Las últimas dos escritoras que leí durante esta cuarentena. Hace unas semanas publiqué en Instagram una reseña de una crónica increíble. Los suicidas del fin del mundo. Me llegó un comentario con un link que intentaba aclarar algunos condicionantes relacionados con los innumerables suicidios que se sucedieron a fines de los noventa en Las Heras, un pueblo ignoto de Santa Cruz. Elsa López, una escritora española oriunda de Tenerife aseveraba  en una nota, que el carácter melancólico de los habitantes de la isla de La Palma era producto del mar (tan ansiado por turistas) que les cerraba el horizonte cual pabellón infranqueable, el viento agresivo y las lluvias constantes en algunos momentos del año. Elsa López recuerda su infancia, como iba naciéndole esa tristeza inexplicable al ver en el horizonte los barcos que el mar se tragaba “Ideas de soledad, melancolía y memoria nostálgica, nunca de ira. Solo esa trémula manera de recordar lo que es imposible de volver a recuperar por perdido o cambiado. Son estos sentimientos y no otros los que marcarán pautas de conducta distintas en los habitantes de esta isla”. Esa estrecha relación entre hombres y lugares que debemos atender para entender. Escribo sentado bajo una sombra recortada sobre un cuaderno viejo en la terraza de la casa que alquilo hace más de diez años. Escucho suave las canciones que me acompañan mientras escribo. Un disco verde lleno de magia.
 Unas cuantas cuadras me separan de la estación, de la ruta ciento noventa y siete y del club San Martín, el lugar donde empecé a patear una pelota por primera vez cuando aún no había cumplido diez años. Si dejara este cuaderno y caminara hasta el portón vería algunos abuelos caminar, yendo y viniendo con paso cansino en busca de alimentos para la cena. Fueron los jóvenes que llegaron a estas tierras hace cincuenta años cuando esto no era lo que hoy es. Los que han permanecido. La mayoría de su descendencia ha migrado a otros lugares. Son los que han quedado. El barrio Yapeyú es un lugar tranquilo de gente trabajadora que hoy vive encerrada y escucha las muertes del día en el noticioso de la tarde, la desmedida paranoia periodística que enarbola la bandera de las cifras y de los porcentajes de esta pandemia. Hace treinta y cinco días la gente de este barrio salía a caminar, a hacer ejercicios y a pasear a sus mascotas al batallón seiscientos uno, hoy convertido en un gran parque con juegos para chicos. Cerrado, se recluyen en el interior de sus hogares y al igual que Elsa López, miran la cerrazón de la tarde que se pierde por la ventana y algunos autos ocasionales. La nostalgia sin mar y sin barcos.

 La cuarentena se extiende por tercera o cuarta vez. Se pierde la noción de los días. No recuerdo cuando fue la última vez que me despedí deseando un buen fin de semana, ni cuando fue mi última clase ni cuando la última vez que compartí un fútbol con amigos. Sé que hace unos días le cantamos el cumpleaños a mi sobrina junto con sus otros tíos y tías por zoom, una aplicación de videoconferencias muy de moda por estos días. Sé que mi vieja se fue hace cuarenta días y que recién el sábado pasado pudo volver de Mar del plata, lugar en el que había quedado varada y al que había ido para visitar a su hermana una semana antes del decreto de reclusión obligatoria que impartió el gobierno para evitar el desmadre sanitario. No hubo abrazos ni besos. Tampoco lo hubo en el cumpleaños atípico y virtual. Creo que hubiese sido una buena columna para los medios. La de las personas obligadas a un aislamiento en un lugar que no era el suyo y el de su feliz regreso a casa. Creo que les hubiese funcionado. El falso heroísmo, los sentimientos altruistas y las grandes distancias superadas son un cóctel exitoso muy fácil de explotar. Una solapada muestra de la hipocresía en la que sustentan su fuerza. Comienza a caer la tarde. Caída la noche comenzarán los vanos aplausos simbólicos. No aquí. En las calles donde he crecido la gente se limita a vivir. No escucho el sonar de palmas que premia el esfuerzo de los que tienen que salir. La televisión reproduce los aplausos. Son la voz mediatizada que interactúa con los medios, la voz de la que se valen para sentar causas. Anoche, recuerdo, un conductor realizó en su programa, un test en vivo para saber si estaba infectado. La realitización de los medios. "Los noventa nunca se han ido" pienso. "El primer héroe caído" dictaba el zócalo de una de las primeras noticias de ayer noche. Un enfermero infectado con coronavirus murió. Una periodista habló de negligencia, de normas sanitarias no respetadas y de una muerte innecesaria. Tal vez sea así. Es muy probable. Sin embargo no encuentro empatía en sus palabras. Su tono melodramático y sus muestras de dolor me resultan falsos y exagerados.

La sombra cae oblicua sobre la terraza. La cubre casi completamente. Se me dificulta el seguir escribiendo. Mientras me acomodó en mi silla dejo correr, como un agua mansa, los temas de Artaud. Cierro el cuaderno con una sensación de certeza abstracta, onírica y para nada concreta. Si todos hiciésemos sonar este disco a la vez brotarían flores. Rebalsaríamos el mundo. Lo pienso como se pensaría una canción. Esto último no lo escribo. Utilizo mi celular y dejo registro de mi voz. Dejo asentado algo que más tarde tendré que poner en palabras. La luz se escapa por el horizonte y yo tomo mis cosas para bajar, mientras el flaco sigue sonando y dice no estar atado a ningún sueño y yo pienso en la eternidad de una flor surgida de esa otra verdad que algunos llaman belleza.





Comentarios

Entradas populares de este blog

Revancha

El visitante

Soy funebrero