Un monstruo vino a verme



“Metete adentro” le dijo Ricardo mientras los dos tipos de campera negra y pelo largo quedaban atónitos, boquiabiertos como dos peces agonizantes en tierra. Su papá lo había agarrado del cuello del chaleco y lo había metido dentro del auto. El mismo cuello que ahora miraba arrugado por el apretón de sus dedos mientras conducía por general Paz y Federico terminaba de entender qué parte de su recóndito y monstruoso espíritu le habían obligado a ver de frente antes de tiempo. Federico trataba de cubrir los huecos que se habían abierto en el terreno árido de su pasado reciente ¿Qué fibra se había movido en el abismo de sus profundidades? Dejaba reposar sus ojos en esa continuidad de grises y verdes que se sucedían del otro lado de la ventanilla mientras sentía arder su pecho, mientras una quemazón en el inicio de la nariz lo obligaba a contener lágrimas de impotencia. El enojo le provocaba una agitación algo violenta en la respiración, un tembladeral interior, un terremoto que agrietaba las calles de su pensamiento. Su viejo no parecía hacerse cargo de sus emociones. Reía a su lado mientras él, Federico, trataba de sostenerse en medio de sus escombros, tratando de equilibrar sus emociones y su viejo reía diciendo que nada había pasado y ponía los comentarios del partido en radio Rivadavia.

No había untado el pan en ese resto de salsa que se acodaba en el plato como un suspiro de gracia inevitable cuando Ricardo se puso de pie y le dijo que se prepare, que iban a ir a la cancha “¿A la cancha?” preguntó María luisa “¡Sí! A la cancha… ¿O te tengo que pedir permiso?”. María Luisa calló como siempre, cada vez que Ricardo se ponía así. Se limitó a poner un plato sobre otro. Federico que había aprendido a su corta edad, cuándo proceder sin esperar consejo de nadie, se puso de pie. “Buscá tu chaleco y vamos” dijo Ricardo y Federico obedeció. Cuando su padre se agachó para acomodarle la remera, sintió invasivo, el olor a vino rancio de su viejo quemarle los ojos. Ricardo le subió el cierre y palmeándolo le dijo que subiera al auto, que él ahora iba. Federico obedeció sabiendo que no tenía ganas de ir y que era imposible negarse. Subió al Dodge 1500 de su papá. El mismo que usaba para trabajar todos los días. En el que cargaba sus herramientas, esa masa pesada con la que picaba paredes para poner caños corrugados y ese montón de llaves y destornilladores con los que Federico había sido aleccionado por el hecho de ser varón y primogénito, el heredero de todas las actividades masculinas que su padre realizara.

Allí estaba ahora. Sentado. Esperando que su padre subiera al auto para ir. Federico pudo ver como su padre tomaba el resto de vino que le quedaba en su vaso y rodeaba el auto por el otro lado. Su papá se sentó a su lado y cruzó su brazo por delante de él para bajarle la ventanilla “bajá la ventanilla boludo” dijo Ricardo y Federico bajó los ojos. Dejó que su padre lo haga por él. Cuando los volvió a levantar vio los ojos grandes y verdes de su mamá que le sonreían con una tristeza escondida que él iba a conocer de memoria con el tiempo, en el vestuario de las máscaras que esa mujer, su madre, iba a usar según los momentos que su padre impusiera. María Luisa levantaba la mano para saludarlo y él hacía lo mismo imitándola. Hasta que su papá dio marcha atrás y salieron.

 Llegaron a la cancha justo cuando empezaba el partido. Se sentaron, como siempre, a la izquierda de la barra brava. Federico rogaba que su papá no discutiese con nadie. Más de una vez lo había visto irse casi a las manos. No quería que pase eso. Por suerte para Federico chaca ganó y ganó bien, sin sobresaltos. Cuando salían de la cancha Ricardo lo tomó del brazo y le dijo que iban a ir a festejar, que iban a ir a comer una pizza antes de volver. Caminaron algunas cuadras entre la multitud. Se sentaron en una mesita de fórmica en un bolichito que tenía un cartel que decía “Rotisería los amigos”. Un tipo con lentes les puso un mantel viejo y les preguntó qué iban a comer. “Una chica de mozzarella maestro” dijo Ricardo “una coca y una cerveza de litro”. Federico comió sus dos porciones, tomó su gaseosa y tuvo que esperar a que su papá tomara la mitad de la segunda cerveza que había pedido.

Cuando subieron al auto Federico supo que su padre estaba borracho. Balbuceaba y reía incoherente. No era el tipo tosco, poco afectivo, que le demandaba quehaceres en su ausencia. No era el tipo que nunca lo abrazaba y que nunca le decía que lo quería. Era peor. Abrió la ventanilla y le dijo a Federico que haga lo mismo de su lado. Encendió el motor y salieron.

 El sol dejaba un rastro anaranjado y rosado en el horizonte. A Federico le resultó parecido, ese cielo, al que él hacía con temperas cuando en el colegio la maestra de plástica los mandaba a trabajar en hojas blancas. Federico quería estar en su casa. En su habitación. Quería estar solo. En una esquina, justo antes de subir a General Paz, Ricardo casi choca a dos motos que venían por su derecha. Había volanteado justo. Uno de los dos tipos, el que estaba más cerca, tuvo que maniobrar y por poco no cayó. Cuando pudo equilibrarse en su moto lo insultó. Federico vio a su papá reírse “anda a cagar boludo” le dijo al que lo había insultado, antes de acelerar y perderlos. En un semáforo en rojo Ricardo detuvo el auto y Federico vio con espanto como las dos motos los cruzaban. El tipo que casi se había caído se bajó decidido. El otro venía detrás. “La puta que te parió” escuchó que le decían a su viejo. Federico vio la campera grande, negra, el pelo largo por debajo de los hombros y la ventanilla baja de su padre. Un presentimiento innato lo hizo saber unos segundos antes que a su viejo lo iban a moler a golpes.

 Tuvo una leve esperanza que lo vieran y que desistieran de lo que parecía inevitable pero no. Los tipos estaban decididos a hacerle pagar a golpes su imprudencia. Cuando pudo comprender que él era una presencia injustificada en medio de tanto caos, Federico se nubló, vio todo blanco y un instinto puro y animal brotó de sus entrañas. Una llama intensa le quemó el pecho. Y fue tan punzante el acicate de la injuria que nunca escuchó el gritó que soltó. Y la fuerza de su rebeldía adquirió tal tamaño que todos se quedaron estáticos. Federico nunca vio su mano subir la traba de la puerta. No supo cuándo bajó del auto ni cuándo se le fue encima al tipo que pretendía pegarle a su papá. No supo de dónde había sacado tanta inconsciencia. Volvió en sí cuando su papá lo agarró del cuello de su chaleco y le ordenó que subiese al auto. Fuera de sí, dueño de una adrenalina que desconocía tener, Federico pudo ver a los dos tipos, estáticos, mirándolo, parados ambos al lado de sus motos. Federico se aguantó las ganas de llorar. No quería que su padre le dijera que era maricón. Así que se contuvo las lágrimas y soltó su mirada por la ventanilla baja de su lado y no dijo palabra hasta que llegaron a su casa una hora después.


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