Las bestias
Facundo tiene cuarenta y dos años. Como cada
mañana, camina las calles de siempre hasta la estación de su Pablo Nogués.
Cuando tenga la posibilidad de leer todo esto en un futuro aceptará gustoso ese
posesivo que lo incluye. Ha caminado como nadie esas calles. En otros tiempos
en donde “la calle” era el punto en común donde los chicos se reunían hasta que
el sol se iba o el hambre apremiaba. Facundo espera el tren, apoyado contra los
barrotes amarillos que se extienden a lo largo del andén. En cuestión de minutos
estará dando clases en el colegio en el que hace años trabaja, en Grand Bourg.
Y ya dejará de flotar en las aguas mansas de sus recuerdos. Sonríe. La figura
le abre un gajo de dientes sobre su rostro, tapado por una barba espesa que él
se ha encargado de dejar crecer y que ha aprendido a tapar con la palma de su
mano en presencia de extraños cada vez que ríe. “Dar clases es como crear a un
personaje” piensa, mientras superpone una imagen sobre otra. El salón durante
un par de horas se convierte en las tablas de su propio escenario y los alumnos
en sus espectadores. Ese es un precepto en el que cree. Por eso, cada vez que
entra al salón adopta esa postura que atribuye, en su fascinación cinéfila,
copia de otra que ha visto una decena de veces. La del capitán Keating en la
sociedad de los poetas muertos. Espera, jugando un juego al que los chicos se
prestan, que hagan silencio para saludarlo. “Cosas del oficio” se dice mientras
mira el andén de enfrente, el de los pasajeros que van para el lado de Retiro.
Ve la entrada del medio clausurada desde hace años y no puede evitar
retrotraerse. Es un agujero negro que rompe el tiempo y el espacio en el que se
encuentra. Entra, inevitable. Y ya no tiene las responsabilidades que lo hacen
moverse e ir de un colegio a otro. Tal vez otras que no recuerda pero que él
atribuye a su maestra de séptimo grado y un cuerpo flaco, lleno de magullones
por correr tras una pelota en el potrero. Había abierto los ojos. La luz de su
habitación estaba apagada sin embargo los brazos desplegados del sol ya
entraban por la galería hasta la ventana de su cuarto. Su cuerpo abierto de
luces ocupaba todos los espacios y bañaba con una capa cándida y traslúcida
todos los muebles de su habitación. Por eso la vio a su lado. Hermosa. Roja. La
casaca del club de sus amores. Se levantó contento y sin decir palabra abrazó a
su mamá mientras lavaba los platos de la cena de la noche anterior. Sintió los
dedos gruesos de su papá revolviéndole el pelo y su voz preguntándole si le
había gustado. Dormido, siempre le había costado despertarse, diría que sí con
la cabeza. Facundo cree que era su cumpleaños aunque no está seguro. Eso lo
piensa el otro, que espera apoyado sobre los barrotes amarillos del andén.
Tiene la sensación que alguien se mueve cerca de él. Una madre con su hijo se
levantan del asiento en el que hasta hace un momento estaban sentadas y caminan
como si hubiesen perdido algo, mirando el piso, en dirección contraria. Piensa
que le esperan dos horas de pie sin interrupciones hablando de mitos griegos y
sabe que no está mal darle un poco de descanso a sus piernas. Se sienta. Pone
el maletín encima de sus rodillas y desde allí observa. No viene. El tren. “Es
temprano” se dice sabiendo que nunca le gustó llegar tarde a ningún lado. No
era su cumpleaños. No. Su papá había cobrado un trabajo grande el día anterior
y antes de volver a su casa había decidido comprarle la casaca de los amores
del hijo. Se lavó la cara y se calzó la remera. Cuello redondo. Manga corta.
“Mita” dictaba la publicidad en el pecho. No había terminado de desayunar
cuando sonó el timbre. Sergio o Fede o los dos. Agarró media galleta de grasa y
se puso de pie. María Luisa, su mamá, le dijo que se abrigue y él agarró la
campera azul de siempre, que pendía de la silla de la cocina y poniéndosela
salió. A los empujones llegaron a la esquina donde lo esperaban Mauro y el
chino, sus otros dos compinches. Las “Arcade” eran furor. Todos los sábados
tomaban el tren para ir hasta Polvorines. Subían al vagón que estaba más cerca
de la locomotora. Bajaban antes que el tren se detuviese y corrían para pasar
por delante y no perder tiempo. Cruzaban el viejo cine e iban hasta “la
esquina”, el local más grande de videos juegos de la zona. Facundo siempre
jugaba al outrun. Sus amigos preferían el 1942 o el Snow. Esa mañana Facundo
les había mostrado la remera que el cierre de la campera ocultaba. Caminaron
como siempre por Ejército de los andes hasta Seguí. Cruzaron la casa abandonada
a la que temían, encapotada por una hilera de paraísos frondosos y con la que
emparentaban a brujas y rituales nocturnos. Cruzaron la panadería “La perla” y
la farmacia “Zorzoli”. Ahora que lo piensa bien, ingresaron por la entrada que
daba a la ruta 197, no por la entrada del medio, la que hoy veía clausurada enfrente
de él. Por ahí habían salido a las corridas después que el loquito ese de ojos
grandes los persiguiera con un palo en la mano. Todos con los bolsillos llenos
de monedas. Él había aprendido que las chapitas de las cajas de electricidad
por donde su papá ponía los caños corrugados le servía para ganar créditos en
las máquinas. Entrados en la estación, Fede y Sergio lo habían parado para
preguntarle si las llevaba. Él les mostró la palma de su mano derecha donde una
decena de chapitas y monedas se amontonaban. Mauro y el chino, más allá,
hablaban con un tipo más grande. Tenía tres o cuatro remeras de distintos
equipos, una encima de la otra. Tenía los ojos grandes. Mientras guardaba las
chapitas otra vez en su bolsillo vio como el chino lo señalaba y el tipo se le
acercaba. Se reía. “¿En serio tenés una remera del rojo? A ver… mostrame”.
Facundo escuchó el bocinazo de la locomotora. Delante de él un ofidio metálico
se desplomaba. “Tren con destino a Retiro” dijo una voz por los altoparlantes
de la estación. Facundo se sintió abducido. Miró su reloj. Había tiempo
todavía.
Se había
bajado el cierre de la campera pensando que el tipo de los ojos grandes era un
conocido de su amigo. Pero cuando desencajado lo empezó a zamarrear y
amenazante lo empujó a las vías del tren comprobó su error. Miró a sus amigos
inertes sin saber qué hacer. Comprobando tristemente la dificultad de ejercer
la valentía de la que muchas veces se jactaban. Recibió un golpe en el pecho y
otro en la cara que no sintió. El tipo le pedía la remera. Un palo (¿Salido de
dónde?) flotaba por sobre su cabeza. Él trató de defenderse. Tiró un golpe a la
cara y lanzó una patada pero el otro era más grande. Lo agarró del brazo y lo
tiró al piso. Con el palo le decía que se saque la remera y que se la dé.
Facundo no quiso que le estropearan la cara. Como pudo se sacó la remera que
sus viejos le habían regalado y se la dio. El tipo se hizo un trecho hacia
atrás para que se ponga de pie “Corre la concha tu madre” escuchó Facundo que
le decía y vio el andén en declive, las piernas de sus amigos moviéndose y los
ojos vidriosos de la bestia, todo como en una última y trágica imagen. Un par
de mujeres veían espantadas a lo lejos sin decir palabra. Cruzaron el kiosco de
diarios al que iba a comprarle “crónica” a su papá cada domingo y salieron de
la estación corriendo y no pararon de correr hasta la esquina donde solían
juntarse.
Nueve y
diez. Facundo va a hablar de los dioses y de los héroes. Leerá el mito de Teseo
y Ariadna, les contará la historia del Minotauro. Del porqué del Mar Egeo. “Mi
historia también es una de héroes” piensa. A Facundo le hubiese gustado ver el
final de aquella película cuyo desenlace supo por terceros. Su papá había ido a
hacer la denuncia y allí le contaron. Cuando salió del andén no vio al hombre
del bolso. Tampoco se había dado cuenta que el tipo de las cuatro remeras los
había empezado a correr por detrás. El hombre del bolso y el tipo de las
remeras se cruzaron en el andén – así se lo contaron a su papá - y sin dar
aviso el hombre se deshizo de su carga y lo durmió de un derechazo,
despatarrando por el piso a la bestia de ojos grandes. “Alguna vez podría
escribir algo de todo esto” se dice Facundo “Un cuento”. Lo piensa mientras el
monstruo, injerto de engranajes y metales, bufa por sus fauces rojas delante de
él. Mientras mira la hora y se acomoda los pliegues de su camisa al ponerse de
pie. Mientras sus dedos reconocen la aspereza de esa otra tela que por debajo
le ajusta su cuerpo y que mantiene la hidalguía de sus pasiones en alto y
sube...
Sumergido en el relato, a pesar de ser oriundo tuve que imaginar mucho. Lamento no haber conocido la Arcade. Finalmente me quedo la sensación de haber leído "The teacher man" , ambos grandes relatos inspirados.
ResponderEliminarMuchas gracias por tomarte el tiempo para leer mi cuento. Recién ahora pude rescatar mi blog y contestar tu comentario. Te dejo un saludo!!
EliminarAndaré más seguido con las monedas para pagar el viaje
EliminarLo disfruté mucho, me sumergí en cada paso y acción...me gusta la descripción de las imágenes...
ResponderEliminarUn abrazo