La lengua de Ligeia

Le resultó raro ver la luz de su habitación encendida y la puerta abierta, pero creyó tal vez que sus padres habían entrado mientras dormía y la habían dejado así. Luciana estaba sentada al borde de su cama. No recordaba haberse despertado ni mucho menos haberse incorporado, adoptar esa posición que ahora asumía dando golpecitos con las palmas de sus manos en sus rodillas para darse impulso. Se puso de pie y observó la hora en el reloj que ella misma había colgado sobre el respaldo de su cama. Las nueve y media de la mañana. Ella no se levantaba nunca después de las siete. Era extraño. Sin embargo, aquella era una extrañeza sin fronteras, incapaz de conducirla a ningún lado. Una sensación que a cada paso perdía peso, que se extinguía con cada movimiento. Cuando abrió la puerta del baño con la intención de asearse ya había dejado atrás sus estigmas silenciosos. Estaba sola. El silencio, entre las paredes de su casa a esa hora de la mañana, era una muestra cabal de la ausencia de los suyos. Creía recordar algún comentario de su madre la tarde anterior. Algo referido a un turno impostergable con su terapeuta. Pensó que su papá pudo acompañarla y que por esa razón él no estaba. Ni él ni su mamá. A Ligeia, su gata negra, no la había visto tampoco pero ella bien podría haber estado en el sillón, durmiendo. Abrió la puerta del baño. Se cepilló los dientes. Hizo buches con agua y cerró los ojos como cada vez que enjuagaba su boca. Cuando quiso escupir el agua en la pileta del baño no pudo. Se sintió dentro de un espacio estrecho y oscuro donde sus fuerzas resultaban ínfimas para su pretencioso cometido.


     Se sintió de espaldas, inmóvil y ciega, otra vez sobre su cama. Y ya no fue un baño ni una mañana apacible. Se vio imposibilitada, atada a una oscuridad que la desconcertaba. Y en ese estado de ahogo y espanto, escuchó la voz. Una voz no ajena pero perdida. Lejana. Prendida a la cara oculta de las horas noctámbulas y errantes. Fría como la muerte. Suya, esa voz, ascendía de las profundidades más ignotas. Un vaho espeso y mortuorio hecho de sonidos cavernosos, rebotando contra capas y capas de carne. Una voz infernal, un latir pujante que arreaba las bestias de su propio e inabarcable abismo. Ese espacio oculto en donde sus monstruos pululan buscándose, enardecidos, agolpándose unos contra otros. Haciendo crecer el clamor, haciendo brotar suspiros de impotencia en la superficie carnal del cuerpo que los cobija. Escuchó cercanas las palabras guturales de la sombra anunciándole el futuro ineludible. Las mismas que todos dejan pendientes para los días finales, erosionando el tiempo hasta convertirlo en una corteza fría y quieta. Casi sin aire y atada a su sueño negro escuchó las palabras que la sombra le tenía reservadas. Le hablaba a ella, dormida o atada a un sueño oscuro como la noche. Escuchó no sin espanto palabras como "pez" u "ojo" que profetizan el misterio y la locura, palabras como "esfinge" o "cronos" que la sumían en la antesala de un tiempo sin tiempo. En un laberinto como el de Creta pero aquí y ahora, al otro lado de una habitación, en algún lugar perdido del gran Buenos Aires. Se sintió dentro de sí misma. En una prisión hecha de carne, hecha de uñas y de pelos. Una niña minotauro, una niña monstruo. Enterrada viva.

     Cuando por fin pudo abrir sus ojos observó a la sombra. Iba hacia ella. El origen de todos los acertijos que su mente caótica y siniestra había desatado, había adquirido un cuerpo. Un cuerpo único, monstruoso y flotante como un aliento negro. La sombra se acercó y ella quiso gritar, pedir auxilio. Quiso levantarse y correr, escapar de sí misma pero sus brazos y piernas no le respondieron. Creyó morirse y en el paroxismo del terror, mientras su cuerpo se debatía con la noche, sintió la lengua árida de Ligeia lamiéndole la cara, trayéndola de regreso, mostrándole el camino de vuelta.

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