Idólatras de la lejanía
La pandemia ha llegado para resaltar y exponer
nuestras limitaciones como sociedad. Lejos de poder subsanar nuestra condición
autodeterminante y solitaria, nos hemos convertido en espectadores de nuestro
propio infortunio, sin posibilidades ciertas de poder remediar nuestra
inconsistencia. Abandonado el afecto, hemos permitido que el tiempo mute,
convirtiendo el espacio en algo inconsistente donde los hombres y mujeres
conforman relaciones vacías, ligeras de responsabilidades. Frente a esta
realidad tan permeable, el murciélago chino pudo alcanzar la eficacia
conceptual que cualquier ensayista hubiese deseado para su postulación
ideológica: la popularidad o la masificación de una idea. Hoy todos sabemos
gracias al bicho asiático, que la nostalgia es algo que ha desaparecido hace
tiempo, cuando el hombre renunció a la compañía en pos de la conveniencia.
Hace un mes también se nos iba el negro Armando, el
padre de uno de mis mejores amigos de la infancia y Cecilia, la hermana de
Mauro, otro de mis amigos con los que de pibe patee las calles de mi barrio. No
pude más que acompañar a la distancia. Imposibilitado ante el aislamiento
obligatorio de quienes sufrieron la pérdida irreparable, tuve que conformarme
con superfluos mensajes de voz. Me sentí distante. Una especie de faro desnaturalizado
que enciende las luces de la condolencia en las costas lejanas de su isla
tratando de alcanzar la costa opuesta. Esa distancia que nos duele y que
cuestionamos, paradójicamente no es física sino espiritual. Dejamos que se
adhiera a nuestro tiempo como el moho a la piedra. Mucho antes de esta
pandemia. No nos engañemos. Ya estaba impuesta y fuimos nosotros quienes la
idolatramos ubicándola en un pedestal divino. El murciélago de Wuhan ha venido
a ponerlo de manifiesto simplemente no dejando que hagamos lo que ya no
hacíamos. La comunicación por estos días, es la distancia que impone la
comodidad por eso nos hemos olvidado de nosotros mismos.
El vértigo nos ha vuelto superficiales, livianos y
vacíos ¿En qué momento dejamos de necesitarnos? ¿Por qué no hubo más mesas como
aquellas que atesoré en el fondo de un cajón? ¿Qué ha provocado el alejamiento
de las personas? Las relaciones humanas han perdido el carácter placentero de
la compañía. Lo han reemplazado por el de la conveniencia. Y en el desconcierto
no vimos crecer a la bestia. El monstruo despedaza las articulaciones de la
convivencia, los lazos que hacían a los hombres y mujeres únicos e
irremplazables ¿Hemos perdido capacidad para el asombro o lo sabíamos? No puede
quejarse del agua quien ve caer sobre sí la ola sin hacer nada por escapar de
ella. La liviandad con la que se vive, junto con la distancia que ocasiona el
avance comunicativo y los intereses placenteros y poco altruistas que se persiguen,
funcionan como un péndulo que han mantenido hipnotizado al hombre y a la mujer
de estos tiempos. Hoy en día, las consecuencias de esta pandemia, vienen a
confirmar lo que desde hace años ya se presentía como un cambio comunicacional
que aspira a la soledad absoluta del ser.
“Estos son los tiempos que dictaban los profetas de
mi adolescencia” pienso. Huxley, Orson Wells o Bradbury. Los que anunciaban a través de las ficciones los días
aciagos que se vendrían, las horas vacías de un futuro plagado de sombras. Sin
alma. El tiempo corre sin mirar atrás y en nuestro afán por alcanzarlo corremos
a su lado como si se tratase de un tren al que no queremos perder de vista, sin
caer en la cuenta que lo importante no está allá adelante sino aquí y ahora. No
es una novedad. Lo sé. Por supuesto que no. La tragedia simplemente, lo expone como
un animal indefenso, junto a todo el desfasaje emocional (y por ende social y
colectivo) del que debemos hacernos cargo. ¿Qué es lo que nos va a salvar? ¿Es
el amor, tan bastardeado por el trajín de los que vehementemente transitamos
estos tiempos, la llave que nos abra la posibilidad de encontrarnos nuevamente?
El hombre se ha encargado de matar la
melancolía. Quien solo ha aprendido a ver hacia adelante no sabrá de nostalgias.
Tal vez sea momento de detenerse y dejar de correr sobre el andén. Dejar que el
tren se vaya, perderlo de vista y mirar nuestros pies.
Son días en los que quisiera volver atrás. Días en
los que quisiera estar otra vez alrededor de la mesa de fórmica que había en la
casa de mi infancia. Recuperar la esencia de aquellas relaciones que se
forjaban inquebrantables y que nos emparentaban más allá de los lazos
sanguíneos. Sostengo una foto en mi mano que los años han tornado de un color
amarillento, sepia. En ella Liliana ríe y sostiene una copa con su mano derecha
pronto a romper en un brindis. Mientras la sostengo, veo en un viejo libro que
yo mismo separé, líneas que tracé en otro tiempo y que resaltan las palabras de
Clarisse, la joven con la que Montag se encuentra en medio de la calle mirando
las estrellas y dejando que la brisa golpee su rostro. “A veces me pasó el día
entero en el metro y los contemplo y los escucho. Solo deseo saber qué son, qué
desean y a dónde van…”dice Clarisse y se refiere a los hombres y a las mujeres
que Bradbury soñó proféticamente en su eterna Fahrenheit 451. Ellos, no son
otros que estos, con los cuales convivimos hoy a cada paso. Estos mismos que
han hecho del egocentrismo una religión y que temerosos, se aíslan ante la
posibilidad de encontrarse de golpe con alguna relación ocasional que obligue a
pensar en algún tipo de responsabilidad evitable. Un peso innecesario que no se
desea llevar a cuestas. Creo que nuestra generación es una generación bisagra.
Tal vez la última generación con capacidad cierta de poder transmitir y hacer resurgir
los lazos afectivos y desinteresados que en otros tiempos hicieron de las
relaciones algo mucho más estable y duradero. Dependerá de nosotros, aunque
pesimismo aparte, no creo que alcance.
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