Idólatras de la lejanía

La pandemia ha llegado para resaltar y exponer nuestras limitaciones como sociedad. Lejos de poder subsanar nuestra condición autodeterminante y solitaria, nos hemos convertido en espectadores de nuestro propio infortunio, sin posibilidades ciertas de poder remediar nuestra inconsistencia. Abandonado el afecto, hemos permitido que el tiempo mute, convirtiendo el espacio en algo inconsistente donde los hombres y mujeres conforman relaciones vacías, ligeras de responsabilidades. Frente a esta realidad tan permeable, el murciélago chino pudo alcanzar la eficacia conceptual que cualquier ensayista hubiese deseado para su postulación ideológica: la popularidad o la masificación de una idea. Hoy todos sabemos gracias al bicho asiático, que la nostalgia es algo que ha desaparecido hace tiempo, cuando el hombre renunció a la compañía en pos de la conveniencia.

Hace unos días revisaba algunas fotos que tengo guardadas en el fondo de uno de los cajones del modular. Son fotos viejas a las que vuelvo muy de vez en cuando para recobrar la memoria. Son lugares a los que no renuncio. Pequeñas islas en las que me recluyo cada vez que quiero desprenderme un poco de este otro, que trata de poner en palabras todo el vértigo que lo empuja. Entre fotos de mi niñez que me muestran junto a un pino de navidad con adornos o pateando una pelota en los fondos de mi casa, hubo una que quise separar para reparar en aquellos tiempos menos vehementes. Alrededor de la mesa, Junto a mis viejos estaba Liliana, la vecina que vivía en la casa lindera a la de mis viejos y a quien queríamos como una tía postiza. Todos sonrientes levantábamos nuestras copas. Cuando hace unos días nos enteramos que el bicho chino le había destrozado los pulmones hasta provocarle un infarto irrecuperable, todos quienes la apreciábamos nos sentimos caer en un mar de desdichas e impotencias. En redes sociales leí como algunas de las personas más cercanas, amigas o familiares directos, cuestionaban inútilmente y llenos de impotencia, el hecho trágico que provocaba el alejamiento de quienes consideramos más nobles y valiosos en nuestras vidas.  Esa inevitable incomprensión que hace que nos preguntemos por qué, por qué a alguien como ese que se ha ido dejándonos un vacío inmenso.

Hace un mes también se nos iba el negro Armando, el padre de uno de mis mejores amigos de la infancia y Cecilia, la hermana de Mauro, otro de mis amigos con los que de pibe patee las calles de mi barrio. No pude más que acompañar a la distancia. Imposibilitado ante el aislamiento obligatorio de quienes sufrieron la pérdida irreparable, tuve que conformarme con superfluos mensajes de voz. Me sentí distante. Una especie de faro desnaturalizado que enciende las luces de la condolencia en las costas lejanas de su isla tratando de alcanzar la costa opuesta. Esa distancia que nos duele y que cuestionamos, paradójicamente no es física sino espiritual. Dejamos que se adhiera a nuestro tiempo como el moho a la piedra. Mucho antes de esta pandemia. No nos engañemos. Ya estaba impuesta y fuimos nosotros quienes la idolatramos ubicándola en un pedestal divino. El murciélago de Wuhan ha venido a ponerlo de manifiesto simplemente no dejando que hagamos lo que ya no hacíamos. La comunicación por estos días, es la distancia que impone la comodidad por eso nos hemos olvidado de nosotros mismos.

El vértigo nos ha vuelto superficiales, livianos y vacíos ¿En qué momento dejamos de necesitarnos? ¿Por qué no hubo más mesas como aquellas que atesoré en el fondo de un cajón? ¿Qué ha provocado el alejamiento de las personas? Las relaciones humanas han perdido el carácter placentero de la compañía. Lo han reemplazado por el de la conveniencia. Y en el desconcierto no vimos crecer a la bestia. El monstruo despedaza las articulaciones de la convivencia, los lazos que hacían a los hombres y mujeres únicos e irremplazables ¿Hemos perdido capacidad para el asombro o lo sabíamos? No puede quejarse del agua quien ve caer sobre sí la ola sin hacer nada por escapar de ella. La liviandad con la que se vive, junto con la distancia que ocasiona el avance comunicativo y los intereses placenteros y poco altruistas que se persiguen, funcionan como un péndulo que han mantenido hipnotizado al hombre y a la mujer de estos tiempos. Hoy en día, las consecuencias de esta pandemia, vienen a confirmar lo que desde hace años ya se presentía como un cambio comunicacional que aspira a la soledad absoluta del ser.

“Estos son los tiempos que dictaban los profetas de mi adolescencia” pienso. Huxley, Orson Wells o Bradbury. Los que  anunciaban a través de las ficciones los días aciagos que se vendrían, las horas vacías de un futuro plagado de sombras. Sin alma. El tiempo corre sin mirar atrás y en nuestro afán por alcanzarlo corremos a su lado como si se tratase de un tren al que no queremos perder de vista, sin caer en la cuenta que lo importante no está allá adelante sino aquí y ahora. No es una novedad. Lo sé. Por supuesto que no. La tragedia simplemente, lo expone como un animal indefenso, junto a todo el desfasaje emocional (y por ende social y colectivo) del que debemos hacernos cargo. ¿Qué es lo que nos va a salvar? ¿Es el amor, tan bastardeado por el trajín de los que vehementemente transitamos estos tiempos, la llave que nos abra la posibilidad de encontrarnos nuevamente?  El hombre se ha encargado de matar la melancolía. Quien solo ha aprendido a ver hacia adelante no sabrá de nostalgias. Tal vez sea momento de detenerse y dejar de correr sobre el andén. Dejar que el tren se vaya, perderlo de vista y mirar nuestros pies.

Son días en los que quisiera volver atrás. Días en los que quisiera estar otra vez alrededor de la mesa de fórmica que había en la casa de mi infancia. Recuperar la esencia de aquellas relaciones que se forjaban inquebrantables y que nos emparentaban más allá de los lazos sanguíneos. Sostengo una foto en mi mano que los años han tornado de un color amarillento, sepia. En ella Liliana ríe y sostiene una copa con su mano derecha pronto a romper en un brindis. Mientras la sostengo, veo en un viejo libro que yo mismo separé, líneas que tracé en otro tiempo y que resaltan las palabras de Clarisse, la joven con la que Montag se encuentra en medio de la calle mirando las estrellas y dejando que la brisa golpee su rostro. “A veces me pasó el día entero en el metro y los contemplo y los escucho. Solo deseo saber qué son, qué desean y a dónde van…”dice Clarisse y se refiere a los hombres y a las mujeres que Bradbury soñó proféticamente en su eterna Fahrenheit 451. Ellos, no son otros que estos, con los cuales convivimos hoy a cada paso. Estos mismos que han hecho del egocentrismo una religión y que temerosos, se aíslan ante la posibilidad de encontrarse de golpe con alguna relación ocasional que obligue a pensar en algún tipo de responsabilidad evitable. Un peso innecesario que no se desea llevar a cuestas. Creo que nuestra generación es una generación bisagra. Tal vez la última generación con capacidad cierta de poder transmitir y hacer resurgir los lazos afectivos y desinteresados que en otros tiempos hicieron de las relaciones algo mucho más estable y duradero. Dependerá de nosotros, aunque pesimismo aparte, no creo que alcance.

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