El loco que lee



 Si me pongo a escribir ahora, después de tantos días es solo por ganar objetividad. El paso del tiempo centra las cosas, las pone en su lugar y yo no quiero exagerar ni un ápice todo lo que me pasó aquel miércoles ocho de mayo cuando en medio del salón de clases y frente a la atenta mirada de una treintena de alumnos sucedió lo que estoy dispuesto, ahora sí, a contar. La verdad es que no quiero desilusionar a nadie con este relato. Seguramente no será mejor que otros que hayan ya leído. Pero mi intención no es encandilar a nadie con los juegos de artificios con el que toda historia que pretenda ser literaria debe estar revestida. Sino liberarme de un peso que me oprime el pecho. Poder soltar toda esa calada maraña de sensaciones espantosas que me provocan un miedo irracional y que me impiden entrar, no sin una gran sugestión, a ese salón de segundo año b. Debo aclarar, para no provocar malas interpretaciones, que yo no busqué nada. Simplemente hice lo que hago todos los años cada vez que me toca trabajar el terror como género. Es decir, leer tres o cuatro relatos de este tipo, uno por clase, explicar sus características esenciales y después sí, si al curso le interesa (siempre le interesa) dosificar el resto de tiempo con historias muchas veces relacionadas con lo paranormal. Anécdotas que me contaron u otras que he vivido y que he aprendido a racionalizar. En mi pasión por la narrativa oral me he permitido agregarle datos, exagerarlos hasta convertirlas en historias fantásticas, llenas de magia…
 Dos semanas antes del episodio central leí “el corazón delator” Siempre empiezo con ese cuento. Le debo gran parte de lo que soy. De no haber llegado a mis manos ese cuento cuando no alcanzaba aun dieciséis años no hubiese elegido ser docente. Poe abrió esa puerta y yo le debo la lectura inicial, una especie de pacto tácito en el que cada año todos los alumnos que pasan por mis manos, deben escuchar de mi boca las aventuras de un loco desquiciado que dice no estar loco sino algo nervioso. Les gustó, por supuesto. A los quince años si no te gusta lo macabro no sos de este planeta o sos anémico. Luego durante cuarenta minutos conté mis historias, las de siempre, las que para mis adentros aprendí a racionalizar.

 Siete días después les leía “el gato negro” Mismo escenario. Parecía que los chicos esperaban que llegue el miércoles. Estaban entusiasmados y yo me permitía acrecentar la fábula sin medir consecuencias. En la semana me buscaban en el patio y me contaban historias de espíritus que se hacían presentes en casa de sus padres o historias que habían escuchado y que repetían con ojos abiertos como dos soles. Los chicos no tienen el prejuicio del hombre adulto, no le tienen miedo a la vehemente imagen que pueden llegar a dejar. Para ellos el mundo es ilógico y por eso los adultos andan todo el tiempo tratando de traerlos (¿Para qué?) hacia su lado racional.

 Juan, su preceptor, me había pedido participar de la clase, si a mí no me molestaba, para contar algunas historias que había experimentado. Por supuesto que accedí y los chicos escucharon gustosos. Nunca nos percatamos del error. Estuvimos durante dos semanas preparando el terreno para lo que finalmente ocurrió. El miércoles ocho de mayo entré al salón sabiendo que iba a leerles el último cuento de terror “El que se enterró” de Unamuno. Ese cuento tiene algo de particular. Bien leído genera una atmosfera tensa y oscura. Se ve que esa tarde estaba inspirado. Había alcanzado una atención absoluta. El silencio era sepulcral. Solo se escuchaba mi voz que había dejado de ser la mía para convertirse en la de Emilio, el protagonista de la historia, que acechado por su amigo para saber por qué había cambiado tanto su carácter le promete contarle la verdad si es que él le jura no decir nada de todo lo que vaya a escuchar. En el relato Emilio cuenta que sabía que iba a morirse, que la muerte se le iba a presentar y que una tarde hastiado de esa horrible sensación decidió invocarla y que se hizo presente. Emilio cuenta que estaba en su despacho con la mirada baja cuando sintió que la puerta se abría y que alguien entraba. Les leía esa parte a los chicos  “Sentí que se abría la puerta y que entraba cautelosamente un hombre” eso fue lo que dije e hice una pausa generando lo que a mí me parecía una sensación perfecta para el clímax del cuento. En el más absoluto de los silencios, en medio de esa pausa que yo mismo había provocado, el picaporte de la puerta del salón de segundo año b se abrió con una fuerza indescriptible y con una violencia mayor aún impactó contra la pared que da al salón de tercer año. Pasmados los chicos, ataviados por el pánico que los invadía, no se atrevieron a reírse. Solo yo que los tenía de frente pude ver sus muecas tétricas y la palidez del susto grabada en su semblante. Me levanté sin decir palabra y fui hasta la puerta tratando de justificar aquello. Iluso de mí pensé en Juan escuchando atentamente el relato detrás de la puerta y jugándonos una broma de mal gusto. No fue así. Cuando me asomé al pasillo estaba desierto. No había nadie. Nunca había visto la magnitud de ese corredor, como si la situación hubiese acrecentado sus dimensiones, convirtiéndolo en un pasillo infinito. Fui hasta preceptoría y no pregunté. Aseveré “Fuiste vos Juan” Juan, asustado por mí, me preguntó si estaba bien, si me pasaba algo “¿Vos no abriste la puerta?” le pregunté ahora sí, con la esperanza que estuviese alargando la chanza. Cuando confirmé que no había sido él, le expliqué qué era lo que había pasado. Rápidamente se lo explique prometiendo entrar en detalles después. Le pedí que vaya al salón y que dijera a los chicos que había sido él, que los chicos estaban aterrados y que necesitan escuchar eso, que no podían irse así. Juan entró al salón y ensayó una pose actoral destacable “¿En serio prece fue usted?” le decían los chicos incrédulos mientras él les decía que sí, que claro, que justo pasaba por el pasillo y que me había escuchado leer, que se había sentido atrapado por la historia y que aprovechó el momento. Se reía Juan y yo trataba a su lado de acompañarlo pero no podía. Estaba asimilando lo increíble del caso. Estaba entendiendo lo inentendible.

 Aun hoy los chicos se me acercan y sonriéndose tratan de confirmar lo que ya saben y lo que evito decirles. Los años me han hecho un hombre razonable y no me atrevo a confirmarles lo que ellos intuyen. Lo niego. No vaya a ser que en algún momento se empiece a dudar de mi razón y se empiece hablar de mí como el loco que da clases de literatura…

 

 
 

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