El cuento de la abuela Mari



Crecí con los estereotipos que el cine de terror impondría para siempre en los ochenta. Los hijos de Linda Blair y el exorcista marcarían mi niñez: Jason, Freddy Krueger y los muertos que regresaban como zombis. Ese terror impuesto desde un VHS en la clandestinidad de mis noches cuando ya todos dormían me llenaría de pánico pero, al mismo tiempo, me quitaría perspectiva. Parecía quedarme lejos, a mis doce años, el terror al que mucho tiempo después le temería seriamente. Ese que no necesita de la inventiva de nadie para existir. Sin embargo, en aquel entonces, no había otras historias que despertasen mayor interés en mí. No a los doce años. Por eso cuando todos se juntaron en ronda debajo del parral del fondo mucho después del almuerzo, no me interesé y me perdí entre los árboles del fondo de la casa de mi abuela ¿Qué historia tan interesante podía estar contando la abuela Mari? Pensé ingenuamente en alguna anécdota de barrio o en algún chisme de la vecina o del vecino de enfrente. Esa tarde bajo la sombra de un parral en el fondo de su casa entre mates amargos y facturas, mi abuela contó una historia de fantasmas, a la que entretenido en otros menesteres futbolísticos, lamentablemente no atendí. Sí, recuerdo claramente la atención que le prestaban mis padres y mi tía Eugenia. En algún momento de esa tarde, di con la pelota en la mesa donde estaba la pava y el mate. Todo se bamboleó. Caería alguna factura al piso pero nadie se inmutó. Solo mi tía Eugenia dejó caer su mano izquierda hasta el piso y sin dejar de atender al relato de la abuela Mari, tomó la medialuna y la dejó en la canasta de mimbre con el resto de las facturas.
 Mientras trataba de eludir dos naranjos que a veces resultaban ser postes de un arco en el que buscaba sus rincones para definir y a veces resultaban ser defensores de marca férrea con los que luchaba en un mano a mano, escuché o creí escuchar palabras como “cementerio”, “bóveda” o “espíritu”. Interesado por ellas (“bóveda” no sabía lo que era) le pregunté a mi mamá qué fue lo que contó la abuela mientras yo jugaba a lo que mi mamá respondió “cosas de grandes Cristian”. A mis doce años esa negación me iba a marcar. Sentí que la abuela Mari había contado una historia prohibida. Y lo prohibido a los doce años llama la atención.

De “pesadillas” o “viernes trece” o “el regreso de los muertos vivos”, las películas de mi infancia, poco recuerdo ya. Sin embargo, lo que siempre tuve presente fue la negación y la historia que nunca pude escuchar de boca de la abuela Mari. La curiosidad me llevó a prestarle más atención desde aquel día aunque ya no hubo otras charlas como aquella y a la abuela Mari tiempo después se le detendría el corazón y todo, ella y su historia, quedarían un poco en el olvido. Hasta que hace una semana encontré sus libros y en uno de ellos hallé esas dos o tres hojas.
De mi abuela, según me ha contado mi mamá, heredé el gusto por la lectura y por las historias “Tu padre nunca agarró un libro y yo el único que leí en mi vida fue el principito. Tu abuela se amanecía leyendo novelas y por ahí tiene escrito algún que otro cuento”. Muchos años después de la muerte de la abuela, mi madre, señalándome una caja llena de libros me dijo que si quería me los llevase ya que en su casa nadie los iba a leer y estaban ocupando espacio. Así fue como sin querer heredé la pequeña biblioteca de la abuela Mari. Durante mucho tiempo, a la caja, la creí perdida ya que nunca más di con ella. Hasta que buscando una llave inglesa en el galpón del fondo la encontré atrás de un estante. La abrí y allí estaban sus libros “La abuela Mari” pensé y sonreí. Saqué la mitad de los libros que allí había. Estaban cubiertos de tierra así que con un trapo húmedo empecé a limpiarlos. De uno de ellos cayeron algunas hojas amarillentas. Estaban dobladas en tres. No era un doblez tradicional lo que me llevó a pensar que su contenido tampoco lo sería. Pensé en una carta pero enseguida descubrí que se trataba de un relato escrito por ella y que finalmente (e increíblemente) daba con “la historia” que tanto me había interesado y que mi madre no me había querido contar. Me crucé de piernas y empecé a leer.

La historia estaba contada en tercera persona. Marita La abuela Mari… era una joven de diecisiete años que cuidaba a una señora mayor, la señora Isabel. Viuda, su marido había muerto en un accidente, había abocado su vida a la crianza de sus dos hijos. Cuando su hijo mayor, Ernesto, murió de “mala praxis” en el hospital del pueblo, Isabel, entró en una crisis depresiva de la que no saldría. Faltaba menos de dos semanas para que su hijo Ernesto se casara con Graciela, su prometida. Isabel había mandado construir un departamento en la planta alta para que Graciela y su hijo vivieran juntos. La casa de Ernesto estaba toda amueblada. Había una habitación matrimonial y otra de servicios, una pequeña cocina comedor y un baño. Desde la muerte de Ernesto, Isabel la mandaba limpiar dos veces por semana y todos los días abría puertas y ventanas para mantener todos los ambientes ventilados. Cualquiera que hubiese estado por allí habría pensado que ese departamento estaba habitado. Beatriz, su hermana, se casaría tiempo después y junto a Ricardo, su esposo, irían a vivir enfrente de la casa de su madre. Isabel salía solo los sábados por la mañana, para ir al cementerio. Llevaba un ramo de claveles que le mandaba comprar a Osvaldo, quien la llevaba y la esperaba a que culmine su ritual semanal: pasarle una franela al ataúd de su hijo, limpiar y acomodar las fotos que siempre dejaba de cara al ataúd, en una mesa con mantel tejido a crochet por ella misma, en uno de los costados de la bóveda. Sobre la mesita también había un rosario que Isabel había mandado traer de Italia. También cambiaba las telas de raso que cubrían el ataúd y permanecía en silencio, por lo general, una hora. Luego volvía con la mirada distante, esperaba a que Osvaldo le abriera la puerta y le diera las llaves para encerrarse entre las frías y tristes paredes de su casa otra vez. Beatriz, atendía un polirubro en el centro de la ciudad, así que se le hacía muy difícil estar al lado de su madre. Por eso decidió buscar a alguien que le haga compañía, que pueda charlar y despejar un poco su turbulenta cabeza. Marita mi abuela Mari… Marita era la hija de doña Esther, la costurera. Ella era la mayor de cuatro hermanos y por lo tanto nada le sobraba. Cuando doña Esther se enteró que Beatriz andaba buscando alguien que le haga compañía a la señora Isabel fue ella misma a hablar y a pedirle que contratara a su hija. A Beatriz le pareció bien y enseguida se pusieron de acuerdo. Al otro día Marita estaba en la casa de la señora Isabel. Marita no solo la ayudaba en las tareas de la casa: lavar platos o sacarle el polvo a los muebles. Sino que también la llevaba del brazo a caminar por el barrio. Una vuelta manzana todas las tardes. Cuando el sol comenzaba a irse podía verse a la señora Isabel del brazo de Marita caminar por las veredas del barrio. A veces se detenían a observar los frutales de don Severino, a veces solo caminaban en silencio. También la acompañaba los sábados al cementerio y allí fue cuando Marita supo, por boca de la madre, la historia trágica de Ernesto. Ambas sentadas frente al ataúd, luego de la franela y el cambio de telas.
 Fue después del pedido de Beatriz que ocurrieron los hechos. Marita iba todas las tardes, la ayudaba en sus cosas, le daba charla y siempre luego de la cena regresaba a su casa. Eso había acordado con Esther. Beatriz estaba muy conforme. Su madre parecía estar mejor así que sin dudarlo le ofreció, a través de Esther, doblar su sueldo a cambio que permanezca por las noches y le alcanzara las pastillas de la presión. La misma noche del ofrecimiento Marita se quedaría a dormir “No hace falta que te levantes querida… dejame las pastillas en mi mesita de luz que yo las tomo” le había dicho la señora Isabel. Así que luego de la cena, Marita lavaba los platos, le abría las sábanas y le dejaba las dos pastillas junto al velador de la mesita de luz de la señora, en su habitación. Hubo una noche, que sin embargo, la señora Isabel le pidió a Marita si podía dormir en su pieza junto a ella ya que la suya estaba mejor ventilada y hacía mucho calor. Marita preparó las camas y luego de la cena se recostó. Ella sabía que la señora Isabel todas las noches se levantaba cerca de las tres de la mañana a tomar sus pastillas así que cuando sintió los pasos en la cocina ni se inmuto “Isabel que fue a tomar las pastillas” pensó. Escuchó la puerta de la alacena y hasta el agua de la canilla llenando el vaso. Cuando Marita giró, ya que había quedado mirando hacia la ventana de la habitación, se le heló la sangre. La señora Isabel dormía profundamente Ernesto… Marita recordó la historia de Ernesto y no pudo menos que rezar un padre nuestro para espantar los malos espíritus.
Marita ya no podría dormir tranquila en esa casa. Y si alguna duda le quedaba de la presencia del fantasma de Ernesto, en vísperas de navidad desaparecerían por completo. La señora Isabel no tenía la costumbre de festejar navidad. Desde la muerte de Ernesto no hubo navidades en su casa. Marita había encontrado en uno de los baules de la señora adornos navideños y pensó que podía armar el arbolito y brindar a las doce junto a la señora el veinticuatro. La señora Isabel le dijo que le parecía bien así que le permitió armar el arbolito en el comedor, junto a la ventana que daba al patio de atrás. Pero cuando el pedido se amplió Marita recordó la noche del fantasma y tuvo miedo “Querida… cuando termines andá a arriba por favor y arma el otro arbolito en la casa de Ernesto, abrí la persiana también así Beatriz puede verlo desde su casa…”. Con el pecho oprimido Marita le dijo que sí “Está bien señora…”. Cuando entró al departamento de Ernesto le llamó la atención que las camas estén hechas. Estaba todo impecable. Marita estaba colgando los adornos navideños cuando escuchó los pasos en la escalera y la puerta abrirse. No era una sensación. Eran pasos firmes, el picaporte abriendo la puerta… Marita sabía que Osvaldo se encargaba de limpiarle el departamento así que pensó que podría ser él. Por eso lo llamó “Osvaldo… ¿Es usted?” Había alguien detrás suyo. Marita no se animaba a darse vuelta tal era su espanto. Volvió a preguntar “¿Osvaldo? Por favor… no me asuste…” silencio. Y de golpe la puerta cerrándose plena como si alguien la hubiese aventado violentamente Ernesto otra vez… “El fantasma” pensó espantada Marita y salió corriendo. Cuando pudo bajar encontró a la señora tomando un té en la cocina “Qué pasa querida… ¿estás bien?” le preguntó la señora Isabel “Señora Isabel dígame por favor… ¿Osvaldo vino hoy a su casa para limpiar el departamento de su hijo?” Ella le dijo que no, que Osvaldo venía los miércoles y que ese día era martes. Marita le dijo que se sentía mal, que la disculpara, que debía irse y no esperó ninguna contestación. Salió de la casa de la señora Isabel y nunca más volvió. Marita siempre entendió que Ernesto fue quien la echó de la casa de su madre. Nunca más pisaría la vereda de la casa de la señora Isabel, era capaz de dar toda la vuelta, hacer una o dos cuadras más con tal de no pasar por la casa de la viuda y del fantasma. Les tenía miedo. Marita siempre pensó que “la presencia” en casa de la señora Isabel se debía a la pena constante de la viuda madre de Ernesto que no terminaba de realizar el luto por la muerte de su hijo y lo mantenía atado a su vida. Que no lo dejaba ir. Marita años después viajaría a Buenos Aires en busca de nuevas oportunidades pero siempre iba a recordar la casa del fantasma y de la viuda como uno de los hechos más insólitos y terribles que le haya tocado vivir y hasta pensó en alguna oportunidad poder narrarlo, poder sentarse y tomarse su tiempo para dejar grabado en un par de hojas su propio cuento de terror.


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