Devoción
La señora
junto a su hijo, ambos llegaron acelerando el paso hasta la puerta del colegio.
La portera, un preceptor y dieciocho escalones la separaron por algunos minutos
de la presencia del director. Indignada, la mujer deshizo la bufanda que llevaba
al cuello y la cartera que colgaba de su hombro. El hombre le preguntó qué la
llevaba hasta la dirección del nivel secundario. El chico se había sentado
junto a su madre, frente al escritorio del director y juntaba sus manos sobre
sus rodillas, sus ojos atados al piso. La pregunta tenía razón de ser ya que la
mujer no tenía hijos en el nivel secundario. El chico, su hijo que permanecía a
su lado angustiado, cursaba el sexto grado en el mismo establecimiento. El
director pensó en alguna disputa, en algún enfrentamiento entre niños de
distintos niveles. No sería la primera vez que una madre justiciera se acercase
al colegio para hacer saber que a su hijo lo habían golpeado o maltratado. El
director estaba acostumbrado a estos casos y con el correr de los años había
adquirido cierta destreza para contentar a los padres más disconformes. Por eso
se sorprendió y le pidió a la mujer que le repitiera la queja “Cómo dice. No
entiendo”
-
Que
el profesor de lengua asustó a los chicos. Lo hizo en forma premeditada. Que
dueño de una inmoralidad no propia de un docente, perturbó la inocencia de los
chicos. Mi hijo se la pasó todo el fin de semana asustado. A la noche no pudo
dormir. Tuvimos que darle un calmante. Podrá parecer una estupidez, una cosa
insignificante pero no… créame que no. No es justo. Quiero que hablen con él,
con esa bestia. No sé… que se haga algo. Esto no puede quedar así.
El director
le pidió que se calmara y la convidó con un vaso con agua. Se estaba dando
tiempo para entender el reclamo. Trataba de recordar. La semana pasada algunos
profesores habían ido por pedido de él, a sexto grado, a explicar cómo sería su
materia el año siguiente, cuáles serían los contenidos, cuáles las dificultades
con las que se iban a encontrar. El profesor de prácticas del lenguaje – se
fijo en su agenda – había ido el viernes. Era lunes.
-
Qué
les dijo – preguntó el director –
La madre con
el codo invitó a su hijo a que contara lo que había pasado. El chico que hasta
ese momento había permanecido con la cabeza gacha, levantó su mirada y con voz
quebrada le dijo que el profesor había contado una historia de sexo y de
muerte. Apoyando ambas manos en el escritorio le pidió que detallara qué les
había contado. El chico dijo que primero le pidió a la seño que vaya a tomar un
té, que no la quería aburrir con una hora de contenidos y de expectativas de
logros, que cuando él terminara la mandaría a buscar a la sala de profesores o
a la cocina. Dijo que la seño María Eugenia salió entre risas diciendo que no
la extrañaran. Cuando se quedaron solos el profesor dijo que ya iban a tener
tiempo de conocer los pormenores y los
secretos del nivel secundario y de su materia en particular.
-
Qué
más – insistió el director –
-
Nos
preguntó si nos gustaban las historias de terror y le dijimos que sí.
-
¿Y
ahí empezó a contarla?
-
Sí,
pero antes nos pidió que no lo interrumpiéramos, que le prestásemos mucha
atención…
“La historia
que voy a contarles tal vez nunca haya ocurrido pero será cierta desde el
momento en que la escuchen. Y aunque no tenga demasiada importancia saber en
qué momento ocurrieron los hechos les diré que se dieron cuando aún los
velatorios no eran una práctica habitual entre nosotros. Este ritual que llega
hasta nuestros días empezó a realizarse en la edad media, época en la que los
platos y los vasos se hacían a base de estaño, un metal que se descubriría con
el tiempo, producía el estado de catalepsia: la supuesta víctima parecía estar
muerta cuando no lo estaba. Sus latidos no se llegaban a percibir, sus pupilas
se dilataban y hasta sus músculos adoptaban una rigidez mortuoria
inconfundible. Pero no. Para evitar enterrar vivo a alguien comenzaron a velar
a la gente. Como si en esas horas posteriores a la defunción evidente se
hallara una última esperanza para que “el muerto” vuelva a la vida.
Beatriz
vivía con su hija, Isabel. Una hermosa muchacha de ojos grandes. Negros. Negros
sus cabellos como una cascada nocturna que culminaba ondulante debajo de sus
hombros. Una damisela de aligerada gracia juvenil y mirada felina que solía
caminar por las noches, solitaria, perdida en sus ensoñaciones prohibidas.
Porque a Isabel poco parecía importarle los quehaceres de las jóvenes de su
edad. Banales le resultaban los cortejos de los muchachos que temerosos se
acercaban hasta la casa de la pretendida con un ramo de flores en sus manos y
una carta de amor. Parecía una chica de otra época que no aceptaba la lentitud
con la que se movían, la interacción perezosa. Le molestaba que le dijeran que algo
no se podía y mucho más la encrespaba escuchar de boca de quién sea que algo
estaba mal o era inmoral. Para ella todo estaba permitido. Por eso cuando en su
cuarto ella saco una cigarrera, Rufina; su amiga y confidente, enmudeció
tristemente. Y mucho más cuando le confesó mientras fumaba y soltaba el humo
por su boca frente a la ventana abierta de su habitación que un hombre más
grande que ella le había hablado y que la había invitado a acompañarla en sus
paseos nocturnos. Rufina escuchó que no solo le había dicho que sí sino que
además lo había alentado a seguir viéndola. Cincuenta años tenía. Se llamaba
Ricardo y era dueño de una gran fortuna “¡Un
hombre con experiencia Rufina! ¡Un hombre grande que me pretende!” le solía
decir a su amiga mientras sus manos recorrían lujuriosas su contorneada silueta
de sirena.
Una noche,
luego del paseo por el sendero de los paraísos junto al río, ya cuando se
disponían a volver, Ricardo la tomó del brazo, la atrajo hacia él y la besó. Cuando
empezaban a caer gruesas gotas de lluvia ambos entraron a la mansión en la que
vivía el amante de la joven e infortunada Isabel. La llevó a su cuarto y la
desvistió a la luz de una lámpara que Isabel hubiese deseado apagar, vergonzosa
de su cuerpo desnudo. Desató su corsé con maestría e Isabel recordó lo que le
dijera a Rufina acerca de la experiencia y los hombres más grandes. Él la beso
lentamente, recorriendo su piel de durazno, ondulante entre el surco de sus
senos hasta su ombligo. Fuera de sí, apasionada por el embrujo de los mil besos
del hombre, ahora se dejaba ir hacia él,
pupila de quien con fuerza tomaba sus manos liberándolas sobre su cinto de
cuero para que aprenda a hacer lo que cualquier amante haría en la intimidad de
sus actos. Desnudos, él de pie y ella sentada al borde del lecho, lo miró a los
ojos y pudo ver, bajo el cono de luz de una lámpara que ya no importaba, la
rudeza contenida del macho. Se sintió ínfima y hasta tal vez degustó el agrio
arrepentimiento de la osadía. Treinta años menor se consideró arcilla manuable
en manos ajenas. No era dueña de nada en ese momento. Pero tampoco se hubiese
ido de haber podido, tal era su vertiginoso temperamento. Deseaba estar allí y
allí se dejó estar, en el pozo que él mismo se había encargado de formar. Como
si las horas y los paseos fuesen picos y palas con los que el hombre había
trabajado pacientemente hasta darle profundidad al asunto, hasta finalizar la
trampa en la que su presa inocente sucumbiría. Él la tomo de los hombros y la
dejó caer sobre la cama y fue encima de ella, despacio, lento en sus
movimientos hasta que ella se abrió gustosa y él comenzó a soltarse. Las uñas de
ella se clavaban en la espalda para que él detuviese su marcha y a medida que
lo soltaba él comenzaba el vaivén con el que ella soñaría en su ausencia. Todo
como en una lucha de cuerpos que se aprisionan, que se asfixian y se liberan
para no morir, mientras afuera la lluvia decrece y solo se escucha su agonía y
algunas gotas se sostienen como pueden y se hamacan en el extremo de una hoja
que no soporta su peso y caen donde un sinfín de gotas hermanas se juntan
formando pequeños charcos en la noche cerrada. Mientras él cae agotado al lado
de ella, jadeante. Lleno ya de ella y vacío de sí mismo. Soltándose para volver
a ser, poco a poco, lo que cada uno es en ausencia del otro.
Le repetiría a Rufina, su amiga y confidente,
los pormenores de su noche y hasta en algún momento le confesaría la sensación
que tenía: Ricardo no se demoraría demasiado en proponerle matrimonio. Se irían
a vivir juntos. Serían felices como en un cuento. Poco le importaba la opinión
de su madre. Ella, pasional, sentía haber nacido para estar al lado de ese
hombre. Ambos le harían frente al prejuicio mundano que jamás aceptaría una
relación tan dispar. Podrían irse a vivir lejos de todo y de todos. Nada sería
imposible. Así había vivido hasta ese momento y nada cambiaría en ella. El deseo la hacía esperar ansiosa el momento
soñado, creyendo en su fuero interno que el instante anhelado llegaría en la
inmediatez de sus horas. Sin embargo el infortunio calza zapatos de seda y
sorpresivo la atravesó por el lado menos pensado. La joven e infortunada Isabel
fumaba en su habitación mientras plegaba sobre las sábanas de su cama el
vestido que pensaba usar esa misma noche. Ricardo la había invitado a ver una
obra teatral. Ambos irían del brazo por las calles céntricas iluminadas. Ya no
habría senderos solitarios bajo una bóveda de paraísos junto al río. Pronta a
consolidar sus sueños, Isabel, esperaba la hora del encuentro con una sensación
plena de felicidad. Nunca imaginó, cuando Rufina con el espanto todo en una
mueca, vino a darle aviso de lo que ya todo el pueblo sabía, lo que era un
secreto a voces. Ricardo mantenía una relación paralela con Beatriz, su madre.
Isabel no quiso creerlo. Lo negó con todas sus fuerzas pero Rufina misma los
había visto con sus propios ojos. Creyó desfallecer y hasta tuvo que sentarse.
Le pidió a su amiga que la dejara sola y Rufina pensando en el desahogo
solitario, natural y comprensible, la dejó prometiendo volver al otro día.
Horas más tarde la criada y Beatriz, que desconocía las aventuras del hombre
millonario, iban a encontrar a Isabel desarmada sobre el vestido con volados de
encaje. El brazo cruzado por debajo del cuerpo sin reacción. Asustadas llamaron
al médico del pueblo que no dudo en diagnosticar un síncope acelerado. El
corazón se le había roto. La joven desafortunada estaba muerta. Beatriz sobre
el cuerpo de su hija, envuelta en un ataque de nervios, gritaba que no podía
ser, que su hija no podía estar muerta. Y tenía razón. Aunque ella, la criada y
mucho menos Isabel lo supiesen. Condujeron el cuerpo hasta el mausoleo de la
familia y dentro de un ataúd de caoba,
clavada la tapa, la dejaron entre los restos de los antepasados de la familia. Isabel,
cataléptica, despertó llena de espanto, encerrada entre cuatro paredes. Sus
gritos y sus forcejeos no serían en vano. El cuidador y sereno del cementerio
que merodeaba el lugar en busca de ladrones furtivos de tesoros sepultados, los
escuchó y creyendo que alguien profanaba la cripta de la familia ni bien pudo
fue a dar aviso. Amanecía cuando Beatriz pidió que abrieran la puerta del
mausoleo. Junto a ella entraron dos hombres armados de barretas y el cuidador
que había escuchado los ruidos esa noche. El espanto se acrecentó cuando
observaron el cajón corrido. Beatriz pidió que abrieran la tapa del ataúd.
Cuando lo hicieron se encontraron con el cuerpo dado vuelta. La tapa y el fondo
de la caja arañadas. Beatriz, de rodillas frente al cuerpo de su hija, la
lloraba por segunda vez. A Isabel, la joven desafortunada que había muerto dos
veces… ¿Les gusto?”
El director
la despidió prometiendo tomar cartas en el asunto, dando inicio a una
investigación. Antes de irse le dijo que de poder corroborar lo que el chico
había contado iba a pedir la intervención de la inspección e iba a exigir la
destitución del docente. La mujer le agradeció. Se dieron la mano y el director
prometió llamarla ni bien tenga novedades. Decenas de padres llegarían a la
institución esa semana trayendo la misma queja. La secretaria se encargó de
formular las actas dejando asentado cada uno de los casos que coincidían con el
responsable de un hecho que rosaba la figura penal de delito por abuso
psicológico infantil. Buscaron el legajo del docente. El mismo contaba con el
título que lo habilitaba a dar clases en instituciones secundarias, una
declaración jurada y un certificado clínico. Se comunicaron al teléfono que él
les había dejado pero no contestó. Así que le dejaron un mensaje en el
contestador pidiéndole que se comunique a la brevedad, que deseaban hablar con
él. Que tenía que presentarse en la institución cuanto antes ya que había un
tema “de suma seriedad” que debía aclararse, y él, estaba implicado con graves
acusaciones.
Con una sonrisa escuchó la voz monótona de la
secretaria en el contestador. En la pared opuesta al teléfono colgaba la imagen
de su escritor predilecto, que él mismo había mandado a enmarcar. Vio como
tantas otras veces, el mechón de pelo cayéndole por la frente y su mirada
maldita. Giró y con la yema de sus dedos acarició la foto para volver a la
lectura que había dejado pendiente por un momento, cuando el teléfono sonó y
empezó a escuchar la voz de la secretaria del colegio donde trabajaba.
Excelente! El infortunio calza zapatos de seda. Memorable
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